10/12/19

¡PROVECHOSO ADVIENTO A TODOS!


CARTA DEL P. CORRECTOR GENERAL, P. GREGORIO COLATORTI,  A LOS FRAILES, MONJAS Y TERCIARIOS DE LA ORDEN DE LOS MÍNIMOS.

Queridos hermanos,
Vamos alegres al encuentro del Señor que viene (cfr. Sal 121).
Es la llamada, la invocación, el canto de la Iglesia en este tiempo de Adviento. Iglesia que vigila y espera con amor, peregrina hacia su Señor que viene siempre (cfr. I Domingo de Adviento A).

Cada uno haga suya la invitación del Salmo “vamos”, que reclama el ser del hombre, viator, quien sintiéndose empujado por una fuerza interior, la inquietud (cfr. Contemplad, 11 –CIVCSVA), se dirige hacia lo que desea y hacia lo que ama. Por tanto lo nuestro no es un vagabundear sin meta hacia lo desconocido, un esperar vacío y oscuro, un vivir sin sentido. Nosotros, aunque peregrinos y forasteros (cfr. I R, VI, 16), conocemos al Esperado, aún más deseándolo nos asemejamos a Él que nos admite a su servicio en el mundo (cfr. I R, VI, 16). Por eso tenemos que ir alegres porque conocemos que Dios nos ama, que nos instruye por sus caminos (cfr. Is 2, 1-5).

Nuestro gozoso ir tiene su origen en la certeza de que Dios sigue manifestando su voluntad de ser y estar con nosotros y para nosotros. Verdaderamente podemos reconocer y afirmar que en nuestra historia se actualiza el misterio de Amor y de misericordia: Jesús, el Verbo, el esplendor del Padre (cfr. Himno, Oficio de lectura, tiempo de Adviento-Navidad), el Hijo de la Virgen María, el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Salvador hasta el final de los tiempos.

Es ésta la verdad de nuestra existencia: la Iglesia, todos nosotros, somos testigos y lo anunciamos al mundo. Encontrarse con Aquél que ha venido, viene y vendrá es un encuentro gozoso, festivo porque experimentamos la fidelidad de Dios, su perenne iniciativa de amor y misericordia.

Despertemos por tanto en este tiempo litúrgico el deseo de Dios, de manera que orientemos nuestros pasos y toda la vida hacia Aquél que en el tiempo se ha encarnado en la debilidad de nuestra carne, está presente por medio de los sacramentos y los hermanos por la potencia del Espíritu y nos proyecta hacia la plenitud del Amor en gloria y majestad (cfr. S. Bernardo Abad, Oficio de lectura del Miércoles, I Semana de Adviento).

Este tiempo de gracia, de modo particular, se dirige a nosotros los Mínimos, hijos del Santo de la penitencia, para verificar, vigilar y avanzar en el itinerario de continua conversión a Jesús el Señor, para ser hoy el rostro humano y misericordioso de Dios-Padre que en Jesús se ha hecho nuestro compañero, hermano, amigo (cfr. Documento Final, 1, 4 – LXXXVI Cap. Gen. “Testigos de Cristo en la condición de conversión y de éxodo” - DocF).
Quinientos años de la canonización de nuestro Fundador marcan una distancia temporal sí, pero indican el camino a toda nuestra familia, y por tanto a todos para que sigamos su ejemplo.

¿Cómo estamos viviendo nuestra vocación: testigos de Cristo en la condición de conversión y de éxodo? ¿Qué empeño se propone cada uno de nosotros por traducir el carisma cuaresmal en el día a día? ¿Podemos afirmar que vivimos siempre buscando a Dios y lo que a Él nos conduce? (cfr. R TOM, II, 1).

El Papa León X, en la Bula Excelsus Dominus, reconoce a Francisco cual atleta que adornó a la Santa Iglesia, iluminando con el fulgor de su lámpara las tinieblas de los tiempos presentes; y lo señala como luz de las gentes y rutilante estrella en el firmamento de la Iglesia (cfr. BUOM XV (1969), p. 40-54). Son expresiones y verbos que remiten a la parábola evangélica de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13): San Francisco vive vigilante en todo tiempo (cfr. Anónimo, xv, 32), en perseverante espera del Esposo, a quien amaba su corazón. Su persona emana luz porque refleja la gloria de la gruta (Lc 2,9) y la luz de la Cruz (Lc 23, 48), aquella gloria anunciada por los ángeles sobre el rostro de Cristo crucificado y resucitado.

Aunque no se conserven testimonios directos de su modo de vivir este particular tiempo litúrgico, con todo, por estos reducidos, pero suficientes indicios, comprendemos que la vida de nuestro Santo Fundador está encaminada hacia el final de la historia, hacia Jesús el Señor en quien centra toda su vida. El Adviento es para Francisco la razón de su existencia, que alimentará y mantendrá viva por el dinamismo cuaresmal.

La conversión-penitencia-caridad y, especialmente la oración, es el aceite de la lámpara que hace a Francisco radiante por el encuentro cotidiano con el Señor y, al mismo tiempo ante los hombres, testigo del mundo que nos espera.

Dejémonos acompañar, pues, por nuestro Padre Fundador, singular ermitaño-peregrino, en estos días de Adviento-Navidad: es el modo de actualizar el empeño de encarnar el Evangelio, vivir el momento presente colmándolo de amor (cfr. GE 17). Orar sea la señal de que nuestro corazón, inquieto y en búsqueda, desea y espera a Aquél que nos ama y se ha enamorado de nosotros (Ct 3,3), perteneciéndole con vínculo especial y que nos envía como mensajeros (cfr. DocF, 2.3 p.23). La oración personal y comunitaria nos fortalece en la vocación mínima.

Al mismo tiempo no olvidemos que nuestra misión es la de ser testigos de Cristo, o sea, hombres de Dios, de un Dios que con infinito ardor bajó del cielo a la tierra para salvarnos, que por nosotros soportó tantos tormentos y aguantó hambre, frío, sed, calor, y todo humano sufrimiento, sin rechazar nada por nuestro amor y dando ejemplo de perfecta paciencia y perfecto amor (cfr. F. PRESTE DA LONGOBARDI, Centuria… LXXXII, p. 357).
La Iglesia nos ofrece este tiempo para convertirnos, para preparar un camino al Señor, levantar los valles y rebajar montes y colinas (cfr. Is 40, 3-5), para discernir y preparar el corazón y el ambiente para vivir hoy la venida del Señor.

Si Dios tarda en venir, en manifestarse es porque nos negamos a convertirnos, a entrar en nosotros mismos, a recorrer el mismo camino de Jesús-Maestro, el camino de las Bienaventuranzas, a compartir con los demás lo que hemos experimentado: el don de la misericordia del Padre, que nos llama a la conversión y a la reconciliación.
Por eso, como antorchas encendidas, iluminemos nuestro interior: aquí encontraremos puntos positivos y puntos negativos, egoísmos, excusas, resistencias, miedos, resignaciones, debilidades y heridas.

Que la espera del Esposo nos empuje a salir de nuestra obscuridad, de nuestra visión individualista e intimista, de nuestras falsas seguridades y comodidades acumuladas con el tiempo; nos haga salir de la referencialidad de nuestra vida mínima para ir más allá, o sea, nos lleve a acercar el corazón al hermano que vive a mi lado, con quien me rozo continuamente, que llama a la puerta buscando ser acogido, escuchado, confortado, sostenido, ayudado, perdonado y reconciliado. Compartir el Emmanuel, el Dios con nosotros, no puede dejarnos indiferentes. Dios se ha incomodado enteramente escogiendo la periferia, o sea, la marginalidad y la mayor pobreza de nuestra existencia. Estábamos alejados y Él ha venido a buscarnos, se ha acercado a cada uno de nosotros, cuando todavía no éramos sus amigos.

Preguntémonos personal y comunitariamente: ¿de qué manera y con qué gestos hoy manifestamos estar cercanos al prójimo, a los últimos, a tantos nuevos pobres que esperan de nosotros respuestas que lleguen al corazón y den vida? (cfr. DocF, 2.3, p. 23).

Y siempre, como lámparas encendidas, hagamos que emerja aquel sedimento, mezcla de entusiasmo, voluntad y gozo de pertenecer, respirar, alimentarnos de Dios, hablar con Él, comunicarlo con la vida (cfr. DocF, p. 159). La Buena Noticia que hay que acoger y anunciar siempre es única: la Misericordia del Padre que nos hace hijos y hermanos del Verbo.
La lectura de la Palabra de este tiempo nos interpela a responder, a ir, como hicieron Isaías, Juan Bautista, la Virgen María, José, los Pastores, los Magos: de nuestro Fiat depende la venida del Reino en nuestra sociedad.

A la autosuficiencia y omnipotencia del hombre internauta y economicus que se considera como ‘salvador’, opongamos la bondad misericordiosa de Dios que en Jesús se hace siervo, se despoja de su divinidad (Flp 2,1-11) para compartir todo con nosotros y revestirnos de su amor. Esperando al Salvador decimos al mundo que la verdadera fuerza que salva es el Amor misericordioso que se da sin reservas, y que seamos valientes y vencedores por nuestra total confianza en Dios, que siempre tiene la iniciativa  no por nuestras obras o por nuestros esfuerzos (cfr. GE 52), pero siempre amándonos, ofreciéndose totalmente y sin pedirnos nada a cambio.

Como Mínimos, revistámonos del estilo de Dios que con su humanidad nos ha hecho más humanos. Todos necesitamos de la entrañable misericordia de Dios (Lc 1, 78)), don humanamente incomprensible, pero tan potente divinamente que rompe cualquier resistencia y toda obscuridad egoísta, que desquicia puertas y muros levantados por la violencia de la opresión y del orgullo, destrozando las economías abiertamente inhumanas.
Miremos a María, la Virgen del Adviento: su corazón orante, humilde y pobre es el terreno fecundo para que el Verbo se encarne también hoy. El mismo terreno ha caracterizado la vida de nuestro Santo Fundador, que la Bondad de Dios (Lc 1, 78) ha hecho presente y operante.

Hoy somos los hijos del Santo de la penitencia, en medio de la indiferencia de nuestra cultura, del descarte, del anonimato, del vacío comunicativo los que tenemos contagiar interna y externamente relaciones auténticamente humanas: salir al encuentro del otro sea la señal concreta de nuestro encuentro cotidiano con Aquél que viene y se sienta con nosotros, dándonos el gozo y la mirada del corazón (cfr. DocF. 3.2 p. 19).

Queridos hermanos,
El Adviento nos da la medida del tiempo que corre hacia el cumplimiento final. El tiempo señala la velocidad continua del devenir que caracteriza nuestra sociedad y cultura, nos invita a nosotros los Mínimos, en continuo éxodo por vocación, en camino permanente, nos solicita personal y comunitariamente a realizar reformas, revisiones, formas de compartir y transformaciones de bien en mejor. Todo esto ha sido materia de estudio, reflexión, confrontación  del Capítulo General 2018 y por tanto codificado en el proyecto por realizar (cfr. DocF. 1.2, p. 32).

Alcanzados por la gracia salvadora, no nos dejemos condicionar por el miedo, ni por sentimentalismos que nos aprisionan en el presente persiguiendo un pasado de estabilidad. Dios se ha incomodado para acompañarnos en este itinerario, en la inestabilidad y liquidez de nuestra existencia.

La memoria litúrgica de Navidad avive la conciencia de cuanto Jesús ha dicho: No temáis, yo estoy con vosotros todos los días (Mt 28, 10,20). Acojamos con fe su Palabra y despertemos el gozo de caminar en este tiempo, en el que todo cambia vertiginosamente: la salvación es hoy. Si el Señor viene también hoy, quiere decir que hay que escoger siempre y empezar. Dios nos quiere santos todos los días.

Esto es un fuerte llamado de atención para todos nosotros. Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy” (GE 23).

Esta es la misión a la que hemos sido llamados cada uno de nosotros. Que este tiempo nos encuentre vigilantes y fervorosos en la oración y en la caridad: es el modo mejor y seguro de testimoniar la Navidad del Señor en la verdad de nuestra historia. Nuestros pasos son los pasos de Dios que quiere construir su Reino por medio nuestro. Por tanto, como antorchas encendidas ofrezcamos a todos un ejemplo luminoso (cfr. Correctorio, VIII, 61), hagámoslo por caridad (cfr. Anónimo, VII, 4) para ser esperanza para los hombres que buscan a Dios.


Roma, Convento de S. Francisco de Paula ai Monti, 30 noviembre 2019, fiesta del Apóstol S. Andrés.

P. Gregorio Colatorti
                                                  

      Corrector General