La primera y principal ocupación del cristiano es combatir y destruir sus pasiones, y sobre todo la que domina más en él.
Entre las acciones heroicas del cristiano, una de las más
nobles es la de confesarse a menudo, porque cada vez se vence y se supera a sí
mismo.
No hay que desanimarse en el camino de la virtud, aunque se
tenga una gran insensibilidad en los ejercicios de piedad, incluso en la
confesión y la comunión.
Para hacer morir insensiblemente todos los vanos pensamientos
del espíritu, conviene en las conversaciones entretenerse a menudo con Dios:
“Si alguien habla, que sea como las palabras de Dios” (San Pablo).
“Esta
adoración divina (la de Jesús, Dios Hombre) produce sobre todo el amor de Dios y del prójimo, sin que
uno se dé cuenta. Este amor se hace muy grande, muy perfecto, excesivo. Llega a
ser sin vana complacencia y sin amor propio”.
El que comienza tarde a conocer a Dios y a convertirse,
viéndose ya avanzado en edad, debe redoblar el paso. Se recrea cual atleta
corriendo su carrera.
El verdadero cristiano no busca las consolaciones sensibles y
desea únicamente agradar a Dios. San Edmundo decía que hubiera preferido ir al
infierno antes que cometer un pecado.
Uno de los mayores abusos de los cristianos, es que piensan
más en enriquecerse para educar a sus hijos, que en tomar los medios para
instruirles en el cristianismo.
Los padres y las madres están más obligados a dar buen
ejemplo en su familia, a sus hijos y a sus criados, que hacer muchas obras
buenas fuera de ella.
El cristiano debe estar convencido de que está más lleno de
imperfecciones que todos aquellos que ve y conoce. Avanza en la perfección,
cuando actúa con esta persuasión
interior.
Quien se ocupa de los deberes de su propio estado de la
mañana a la noche, no ofende casi nunca a Dios.
Para avanzar en la perfección, hay que hacer el bien a todos
sin cansarse, y esperar a verse maltratado y a sufrir.
Después de haber hecho algún acto de adoración, humildad,
amor, etc., debemos pensar lo más sencillamente posible que es Dios quien nos
ha dado ese amor, esta adoración, etc., y que esto viene de Él; y que nosotros
le ofrecemos y devolvemos lo que Él ha querido darnos.
La buena oración y la buena mortificación van siempre al
mismo paso. Las dos conducen a la destrucción de si mismo y a la apertura del
corazón hacia el prójimo. He aquí a donde se dirige y a donde lleva el espíritu
de Jesús. Quien no va allí vive de ilusiones.
Los cristianos deben alegrarse de que Jesucristo haya
resucitado. Pero para ellos, deben más bien pensar en volver a los combates
para establecer aquí su Reino .
No hay que dar tantas vueltas sobre nosotros mismos. Vale más
mirar a Dios y mantenernos ante Él, como pobres mendigos que esperan el socorro
de su generosa misericordia, en una infinitud de miserias que nos agobian.
También tenemos que levantar los ojos hacia la Santísima Virgen, los ángeles y
los santos.
Si un cristiano puede alguna vez testimoniar alegría
exterior, es cuando ve a Dios glorificado. Por lo demás, debe permanecer en una
gran paz interior y es por este medio que debe conservar la visión de la
presencia de Dios.
Para caminar con seguridad en su estado, es necesario en
todas las cosas esenciales discernir según el espíritu de la fe.
No basta haber dado todos los bienes y no tener ningún apego
por sus parientes más que en Dios y por Dios. Hay que seguir a Jesucristo hasta
la destrucción total del amor a nosotros mismos, y de la más pequeña pasión
desordenada.
Jesús siempre bajó: del cielo, de la montaña, a la tumba, a
los infiernos.
Referente a las injurias, hay que hacer lo que uno hace
cuando llueve muy fuerte: se busca un resguardo, se para bajo un árbol, se deja
pasar la tormenta sin decir nada. Después de esto, uno sigue su camino o su
trabajo como si no hubiera pasado nada.
La virtud pide un campo de batalla: cuando falta la lucha se
queda sin fuerzas.
El pecado, es el infierno comenzado; y el infierno, es el
pecado consumado.
Pensando a menudo en Dios, el alma siente que Dios piensa en
ella. Percibe por este medio que Dios la ama, y que ella esta obligada a
amarle. Esta reciprocidad de amor le produce una alegría y una dulzura extrema;
descubre también que es Dios quien, por una bondad infinita, ha comenzado: “Es Él quien nos ha amado el primero”, y que desde la eternidad nos ha amado: “Te
he amado con un amor eterno”.
Además, pensando a menudo en Dios, se quiere mucho y por
consiguiente se ama mucho. Y lo que arrebata al alma es que se sienta iluminada
y fortalecida a medida que se esfuerza. Percibe que obra en todo con mayor facilidad
y claridad, y ve claramente que todo esto viene de Dios: “Todo lo que nos es
necesario viene de Dios”.
En la Sagrada Escritura, Dios dice sin cesar: “Yo soy todo,
yo puedo todo, yo veo todo, yo hago todo, yo termino y acabo todo”. ¿Qué es el
hombre? Nada, si quiere ser algo. Algo, si quiere ser nada.
Para destruir la vanidad de espíritu, hay que entrar en el
espíritu de la Iglesia. Una gota de vinagre arrojada en un tonel de vino pierde
su ser.
Cuando veamos a alguien pecar, no hay que reprenderle agriamente,
sino ir a él con dulzura y decirle: “Hermano, ¿por qué ofendes a Dios? ¿Por qué
quieres condenarte?
El gusto por la virtud no es la virtud, y el gusto de Dios no
es Dios.
No se es santo mientras nos demos cuenta de los defectos del
prójimo.
Hay que tender siempre al bien universal de la Iglesia, más
que al bien particular.
Cuando se buscan los caminos altos y elevados, sólo se llena
la imaginación, mientras que el corazón queda vacío. Los espíritus presuntuosos
están siempre al borde de un terrible precipicio.
El corazón orgulloso y suficiente obliga a Dios a subir más
alto y a alejarse. “Cuando el hombre busca engrandecerse, Dios tiende a
alejarse aún más”. Por el contrario, un corazón humilde, cuanto más se rebaja,
más se acerca Dios a él: “Resiste a los orgullosos, da su gracia a los
humildes”.
En la oración, y para la oración, es muy bueno llenarse de
espíritu, o de las virtudes de Jesús, o de las grandezas de Dios, sus
atributos, etc.
No basta hablar de las cosas de Dios. Hay que hacerlo en el Espíritu
de Dios, y por el Espíritu de Dios. De otra forma, el espíritu de vanidad se
insinúa y corrompe todo. Para evitar este mal, antes y después de actuar, hay
que permanecer recogido y dependiente del Espíritu de Dios.
El respeto al prójimo debe estar lleno de amor, y este amor
es santamente crucificante.
Tendríamos que morirnos de vergüenza cuando simulamos amar a
Jesús, siendo así que en realidad no le amamos en absoluto; ya que en verdad no
amamos a sus miembros, y no tenemos afecto al prójimo, del que el más pequeño
de entre ellos es su imagen.
Si amo verdaderamente a mi prójimo, el dolor de verle perecer
debe apagar el gozo que experimento al verme sobre el camino de la salvación
eterna.
El alma muerta en sí misma actúa para su prójimo con mucha más
fuerza que para sí misma.
Esta disposición de adorar a Dios profundamente pone al alma
en la práctica de la presencia de Dios, en una gran sabiduría y modestia en
todas sus acciones, y en una paciencia actual en las contrariedades y
adversidades, por respeto hacia la majestad soberana, delante de la cual uno se
humilla perpetuamente en espíritu.
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