CARTA DEL P. CORRECTOR GENERAL, P. GREGORIO COLATORTI,
A LOS FRAILES, MONJAS Y TERCIARIOS DE LA ORDEN DE LOS MÍNIMOS
“Aquel día, la raíz de Jesé será elevada como enseña de los pueblos:
se volverán hacia ella las naciones y será gloriosa su morada” (Is 11,10).
Queridos hermanos,
Con la presente os deseo vivamente un santo Adviento como preparación a la Navidad. Que sea un precioso tiempo de preparación y de esperanza.
La esperanza, tema del Jubileo, es una virtud que anima el camino del cristiano y del religioso Mínimo. La penitencia que vivimos en este tiempo a imitación de Jesucristo, con la mirada en la Encarnación, es un camino de liberación para saborear en el corazón el acontecimiento mismo de la Encarnación. Un tiempo en el que, dejando de lado aquello que oscurece el corazón y la mente de nuestra humanidad, podemos ver a Dios que se encarna en nuestra historia personal y humana, social y comunitaria. A pesar de nuestra historia herida, a pesar de nuestra humanidad llagada por guerras y desigualdades de diverso tipo, Jesús todavía elige una pobre gruta para recordarnos que para renacer con Él hay que comenzar desde la pobreza, desde la humildad, desde el abajamiento, para encontrar la verdadera humanidad redimida en el ejemplo de su vida y en su abrazo de Niño en pañales.
¿Qué esperanza mejor que la ofrecida por un niño, por el Niño divino, que se encarna en el peldaño más bajo de la humanidad para enseñarnos que es desde ahí que se empieza a remontar? Precisamente desde la capacidad de amar y confiar como un niño. Pero en este acontecimiento es Cristo quien pide ser abrazado, ser cuidado, ser defendido.
El Niño de la gruta nos guía en este periodo de preparación a fiarnos de Él, a abandonarnos como Él a los cuidados de Dios sin temor de nuestra pobreza, sino precisamente a partir de ella. No hay encarnación sin historia, y no hay encarnación en el corazón sin nuestra historia de límites y de errores, de deseos y de esfuerzos para poder colmarlos, de proyectos quebrados y de heridas no curadas.
Con la Encarnación Dios entra precisamente en nuestra historia, no para borrarla, sino para redimirla, para que, a partir de su encarnación, podamos sentir que Él está cerca a pesar de todo. Sólo hace falta alimentar la esperanza y hacer que ésta se convierta en esperanza creída y vivida, esperanza alimentada y donada, pues está basada en la fuerza que proviene de Cristo Jesús.
El Señor nos invita a imitarlo, si queremos avivar nuestra esperanza; por eso la Iglesia nos propone el camino del Adviento con el fin de descubrir los instrumentos y los medios para seguir a Jesucristo y llegar a compartir gustosamente nuestra vida con Él.
Ésta es nuestra verdadera esperanza; es la esperanza que surge de la certeza de que es este el camino por el que podamos renovarla en el mundo.
Jesucristo ya ha recorrido este camino, por eso estamos seguros y esperanzados de poder recorrerlo también nosotros con Él y con el Espíritu Santo. Encarnándose ha realizado la nueva alianza entre Dios y el hombre; una alianza fundada en la paternidad misericordiosa de Dios y en la esperanza de que cada hombre, en el camino de la conversión, de cualquier modo, que ésta suceda, puede tener parte en la bondad misericordiosa de Dios.
Escribía S. Agustín en las Confesiones, diario de un alma que cuenta su fatiga por adherirse a la verdad salvadora de Dios: El mismo Verbo clama que vuelvas, porque sólo hallarás lugar de descanso imperturbable donde el amor no es abandonado, si él no nos abandona. He aquí que aquellas cosas se retiran para dar lugar a otras y así se componga este bajo universo en todas sus partes… Pues fija allí tu mansión, confía allí cuanto de allí tienes, alma mía, siquiera fatigada ya con tantos engaños. Encomienda a la Verdad cuanto de la verdad has recibido y no perderás nada, antes se florecerán tus partes podridas, y serán sanas todas tus dolencias y reformadas y renovadas y unidas contigo tus partes inconsistentes, y no te arrastrarán ya al lugar adonde ellas caminan, sino que permanecerán contigo para siempre donde está Dios, que nunca se muda y eternamente permanece (AGUSTIN, Confesiones, 11.16).
Lo de S. Agustín es un hablar sumiso de un alma que se dirige al pueblo cristiano, de un obispo, con el fin de edificarlo en la sola esperanza en la misericordia de Dios. Es la voluntad de un santo pastor que quiere indicar al pueblo a él encomendado la única certeza que da esperanza y el único camino que da vida. Podemos encontrar en el relato de su alma el mismo dolor de Jesús ante la multitud extraviada (Mc 6,34) o ante la tentación en el huerto de los Olivos (Lc 22,39-46).
Jesús, el Verbo del Padre, consciente del dolor de la Encarnación, no elude el primer acto de penitencia que es el de despojarse de su divinidad para asumir las fatigas, las privaciones y las injurias inherentes a la experiencia humana. De esta manera nos revela la fuerza redentora de Dios que se encarna en la historia y en la historia personal de cada uno de nosotros. El ejemplo de Jesucristo nos guía a realizar lo mismo: encarnándose nos invita a encontrar nuestra historia, a reconocernos criaturas que experimentan las fatigas, las privaciones y las injurias de la historia como camino de redención y de salvación. A través de la aceptación de nuestra humanidad herida, y del sufrimiento a ella inherente, Jesucristo encarnado, y por ello presente en nuestra vida, vuelve a moldear nuestro corazón (Sal 33), después de haber sido herido por el pecado (Sal 32), porque él conoce las obras del corazón humano.
Con todo, para que el corazón sea moldeado es necesario que reconozca su pobreza e indigencia, como S. Agustín. Citando el Apocalipsis 3,9, el Papa León en la Dilexi te pone el acento en el amor declarado que Dios manifiesta a la comunidad cristiana, pobre y rechazada (sin relevancia ni recursos (Cfr. Dilexi Te, 1). Invita el Papa indirectamente a toda la comunidad cristiana, si tal quiere ser, no sólo a preferir a los pobres como predilectos del Señor, sino a ser ella misma pobre, indigente, para vivir como pobre con Cristo pobre. Pobreza material para reconocer la pobreza espiritual, indigencia física para reconocer y aceptar la indigencia espiritual, sin cuyo reconocimiento no hay progreso alguno en el camino de Cristo. Esto testimonia la encarnación. Por tanto, para poder ver a Dios hecho pequeño, mínimo, es necesario reconocer la propia pequeñez para reencontrarse con Él.
Del Adviento vivido en este sentido penitencial de conversión, deriva la alegría de la Navidad, es decir, la alegría de encontrar a Cristo niño en un corazón libre y así vivir la esperanza que no defrauda (Rm 5,5). Si Dios se ha encarnado y ha nacido en una gruta, entonces no podemos quedar defraudados en nuestra esperanza, en cuanto que el Dios haciéndose niño, se ha bajado a nuestro nivel para elevarnos a su vida. Que el camino penitencial del Adviento nos lleve, pues, a reencontrarnos como Mínimos y como Iglesia, ante la gruta de Belén, para reconocer el principio de nuestro camino humano-cristiano: el primado y la presencia de Dios en nuestra vida.
De esta manera, siguiendo el ejemplo del Fundador, podremos reconocernos Mínimos entre los mínimos, entregados a la alegría y a la esperanza en cuanto buscadores de la alegría y de la esperanza en los hermanos que junto a nosotros contemplan la Cristo niño, y en aquellos que aún no han llegado, conscientes de que esta alegría y esta esperanza salvarán al mundo.
A vosotros que compartís la alegría de ser hijos espirituales de San Francisco de Paula, mis mejores deseos de que este tiempo sea un tiempo de renovación y alegría en la fraternidad, de humanidad en la esperanza, de nuevas relaciones partiendo del encuentro con Cristo niño.
Roma, Convento de S. Francisco de Paula ai Monti
30 de noviembre de 2025, I Domingo de Adviento
P. Gregorio Colatorti
Corrector General
No hay comentarios:
Publicar un comentario