Sería ciertamente un
error reducir nuestro conocimiento de San Francisco a la sola dimensión de su
santidad. Por eso es necesario valorar su peso humano, los rasgos típicos de su
personalidad humana, que aunque procediera -como hemos subrayado- de un estrato
social agrícola, ha sido fuerte, rica de cualidades verdaderamente
extraordinarias, tanto para organizar, dirigir y gobernar, como de ingenio
moral. Todo esto es una realidad excepcional, si tenemos en cuenta su posible
carencia de formación literaria, pues entre los historiadores no hay unanimidad
sobre si Francisco siendo niño recibió algún tipo de formación cultural. La
imagen que de él nos ofrece el enviado de Paulo II, que lo llama campesino
y rústico, nos llevaría a pensar que no tenía instrucción alguna; según
algunos tal vez no supiera leer ni escribir. En los Procesos hay quien dice que
era un iletrado, otros, en cambio, dan a entender que tuviera una cierta
cultura, cuando menos que sabía leer y escribir. De hecho algunos testigos
cuentan que explicaba la Escritura a la gente, citando incluso algunas frases
en latín, e incluso otros dicen que escribió algunas cartas.
En resumen, se puede decir que Francisco sabía leer y escribir, aunque no
se pueda afirmar que era un letrado, en sentido técnico; y si no era un hombre
iniciado en ciencias sagradas ni profanas, sin embargo tenía un conocimiento de
la Biblia aceptable, que le permitía poder dirigirse al pueblo haciendo
reflexiones muy pertinentes.
La inteligencia de que gozaba, junto con una instrucción al menos elemental, le
facilitó saberse adaptar a las más diversas situaciones de la vida, acertando a
moverse con sabiduría, prudencia y discreción, como quien hubiera vivido
siempre en medio de las más dispares situaciones que continuamente se presentan.
De esas situaciones él supo extraer el significado más profundo y oculto. A
este respecto es oportuno resaltar la observación llena de maravilla del
cronista francés De Commines, cuando Francisco pasó por la corte del rey de
Nápoles: Fue acogido y honrado por el rey de Nápoles y sus hijos como un
gran legado pontificio, y él les habló como un hombre que hubiera sido educado
en la corte. O sea que aquel eremita campesino y rústico se movía
por la corte con la naturalidad propia de aquel ambiente y de aquel estilo de
vida. Este detalle manifiesta su capacidad para adaptarse y su gran
inteligencia, propias de gente con personalidad.
Además él se manifiesta como un hombre de gran equilibrio, rico de
sentimientos, abierto como pocos a la novedad de la vida, que entrevé con
inteligencia y previsión. Controla sus sentimientos y es dueño de la situación,
sabiendo aceptar y encauzar los acontecimientos con suma prudencia,
orientándolos hacia objetivos muy concretos. Como es propio de personalidades
recias, supo dirigir todos los acontecimientos de su vida hacia los objetivos
que pretendía, sin dejar nunca de perseguirlos hasta lograr alcanzarlos.
Pero la característica más grande de su personalidad fue la caridad, o su
comportamiento de amor, capaz de originar y difundir vida a su alrededor.
Su vida, analizada con los ojos de la moderna psicología, nos ofrece la imagen
de un hombre que posee en plenitud el arte de amar, dando pruebas concretas de
un comportamiento “cristiano” en el que el amor -en su madurez-, implica fe,
humildad, actividad, coraje.
Analizaremos ahora los rasgos típicos de esta personalidad.
San Francisco es fundamentalmente un optimista, porque siempre apuesta
por la esperanza y el bien, confiando en la bondad natural del hombre y en su
capacidad de cambiar. Todo lo que dice a los frailes y a cuantos se encontraban
con él era para animar e infundir serenidad y paz; esto dependía no sólo de la
caridad de un hombre de iglesia, sino incluso de su temperamento, pues veía a
las personas siempre desde el bien que había en ellas. La alegría que la gente
se lleva tras un encuentro con él, es sin duda fruto de su gran santidad, pero
también como fruto de la positividad, con la que él miraba las cosas. Era
optimismo el no arredrarse ante las dificultades, el hablar infundiendo
confianza y abierto siempre a la esperanza. La referencia constante a la fe en
Dios manifestaba no sólo su santidad, sino que era prueba de su modo natural de
ver las cosas, nota característica de la sabiduría popular de los campesinos,
confiando siempre en encontrar -con la ayuda de Dios-, solución a cualquier
problema.
De su optimismo nacía espontánea su gran humanidad. Las fuentes
históricas denominan el modo como se relacionaba con los demás con el adjetivo humanus
y con el sustantivo humanitas. Y todos subrayan que esta humanidad
contrastaba con la austeridad de su vida personal. Él manifestó este lado de su
temperamento especialmente en el modo de acoger a la gente, que, numerosa,
acudía a visitarlo, dondequiera que estuviera. Esto denota la gran
disponibilidad manifestada por el Eremita para recibirlos, para escuchar sus
problemas, en el dar una palabra de aliento, en el hacer -si era el caso- un
milagro. En la unidad armónica de su personalidad él junta su sencillez de
vida, la humildad y la austeridad con su capacidad de abrirse al otro, como
gesto de amor. Él vivió concretamente -por encima de cualquier teoría-, los
valores que la psicología moderna considera como premisas y cualidades
indispensables para el amor, o sea, la humildad y la sencillez de vida.
Y a pesar de haber elegido la vida eremítica, él sabe cultivar relaciones de
amistad, más allá de la habitual bondad manifestada hacia todos. Dentro del
mundo laboral al que pertenece, él se mueve con total naturalidad y a todos los
que viven en ese ambiente los trata con mucha familiaridad. Sabe ser afable con
todos, consolando a unos, animando a otros, invitando a cambiar de conducta a
otros. Valora la cara agradable de los afectos humanos y el aspecto gozoso de
la vida. Por eso se le ve pasear en una conversación amistosa con amigos y con
su madre, llama a las personas con diminutivos cariñosos; a veces usa una fina
ironía y se muestra sonriente, gozando por ejemplo por la alegría que
manifiesta una persona que ha quedado curada por su intercesión.
Se muestra generoso, disponible, servicial desde el año votivo vivido en
San Marcos Argentano, sirviendo humildemente al Señor y a los frailes del
convento, a través de los oficios más humildes del convento. Y ya de adulto,
con sus frailes, salía al encuentro de las necesidades de cada uno. Era benigno
y servicial con todos, tanto con los seglares como con sus mismos religiosos.
Son afirmaciones que sus contemporáneos encarecen aduciendo ejemplos de
generosidad, de disponibilidad y de servicio, tomados todos de la vida diaria,
que revela el ambiente sencillo en el que Francisco se había educado y vivido,
y que está a la base de su humildad y su penitencia: por la noche cerraba las
puertas del convento, servía a los frailes en la mesa, se ocupaba de que en la
iglesia, altares y sacristía, todo estuviera en orden, lavaba la ropa a los
religiosos e incluso a los novicios.
También era un hombre decidido, con autoridad, enérgico y coherente. Son
rasgos propios de una fuerte personalidad. Francisco era un hombre macizo, que
nunca admitió componendas. Siempre leal en todas sus cosas, nunca se plegó ante
posibles alicientes que la vida le ofreciera. Los reiterados intentos de
corrupción por parte de los reyes de Nápoles y de Francia, que querían poner a
prueba su catadura moral, son el mejor ejemplo. La sinceridad de Francisco
prevalece ante sus oscuras maniobras y le ayuda a afrontarlas con respeto
-ciertamente-, pero con gran decisión. Al rey de Nápoles manda una severa
advertencia, con la amenaza de un castigo por parte de Dios; al rey de Francia
hace saber que es mejor que restituya las cosas de otros, que intentar
corromperle con dinero y objetos de valor. Ante el bien Francisco no se para,
cueste lo que cueste. No se amilana ante la autoridad de los hombres, incluso
la de los hombres de Iglesia; no se deja enternecer por las súplicas afectuosas
de los que están cerca y no cede ante las protestas de quien está bajo su
autoridad. La verdad y el bien son bienes sublimes, por eso él no se doblega.
De este modo demuestra una fuerza extraordinaria, que cultivó desde su
juventud, desde el momento en que tuvo que tomar decisiones audaces, como fue elegir
la vida eremítica.
Francisco demuestra además energía al saber afrontar los imprevistos de la vida
y en el saber arriesgar: ténganse en cuenta los diferentes viajes realizados en
Calabria y en Sicilia, y sobre todo el que hizo a Francia, que dio un giro
total a su vida; y fue así, por las diferentes vicisitudes de su congregación,
que de su experiencia, dio a ella vida y nombre. Él resplandece como el hombre
de gran equilibrio psicológico y moral. Se mantiene imperturbable ante el mal que
se trama a su alrededor; se queda del lado de la verdad y del bien, por eso no
teme a nada y sabe esperar con paciencia que el curso de los acontecimientos se
incline hacia el lado de la verdad y del bien, de cuyo lado él se ha puesto.
Francisco en su vida fue un auténtico líder, guía experta y sabia, que
desempeñó con prudencia, sabiduría y firmeza el papel de guía y animador,
primero de una comunidad y luego de una congregación religiosa, caminando
lentamente hacia dimensiones internacionales. La búsqueda constante de la
soledad fue para él un elemento de interiorización, que lo llevó a ser sabio y
prudente, capaz por tanto de gobernar con equilibrio y firmeza. Manifiesta
siempre para con todos una gran prudencia y paciencia, sabiendo esperar el
momento oportuno para conseguir el bien deseado.
Como ermitaño que es, es amante de la naturaleza. Vive en contacto
directo con la naturaleza, y por eso tiene con ella una relación armónica,
controlando todos los elementos naturales. Él mismo nos explica cómo lo
conseguía: dice que el amor a Dios era el origen y la causa de tal poder.
Incluso con los animales mantenía una relación amistosa. No quería que se
matara a los animales sin motivo alguno. Por eso cuando algún animal suponía
alguna amenaza para la incolumidad de las personas, él mismo se encargaba de
llevarlo a otro lugar.
Y por último era un hombre que vivía la historia de su tiempo. A primera
vista resulta algo extraño, pero también este es un aspecto que configura la
personalidad de Francisco. Por eso, aunque fuera eremita, él supo encarnarse en
la historia de su tiempo, asumiendo los problemas y haciéndose intérprete
cualificado de ellos. Su capacidad de saber leer los acontecimientos era fruto
de una sensibilidad personal y de una atención especial e inteligente hacia la
historia. El hecho de que tuviera o no una gran cultura, en absoluto prejuzgó
que fuera una persona dotada de dones intelectuales y de gran sensibilidad
hacia ciertos signos sociales y políticos. Contando con estas dotes naturales
-con las que Dios lo había enriquecido para su plan providencial-, el mismo
Dios escribió su proyecto, sirviéndose de ellas para cumplir sus designios.
P. Giuseppe Morosini O. M.
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