¿Qué penitencia propone
entonces Francisco para nuestro mundo de hoy? Por supuesto la penitencia, pero
no por sí misma -como una penitencia que negara el aprecio innato que siente el
hombre por la vida-, sino como un deseo interior de favorecer el bien y la
felicidad, y por tanto, como resorte que dignifique la misma vida. De modo que
si en la práctica de la penitencia aceptamos la mortificación, ésta la
aceptamos como experiencia inevitable para corregir los flancos negativos del
hombre, que antes o después se vuelven contra la vida auténtica. Así que en
verdad es posible hablar de distintos significados de la penitencia.
Penitencia como disponibilidad para autocuestionarse. Todo el que
admite que Dios tiene un proyecto sobre la historia humana y para cada hombre
en particular, acepta tranquilamente tener que cambiar su propia vida en todo
aquello que no encaje con el evangelio de Jesucristo. Semejante cambio exige
sacrificio al hombre. Es en este sentido en el que se habla de la penitencia
como disponibilidad para examinarse, con la convicción -típicamente
evangélica-, de que los cambios auténticos parten siempre de la conversión del
corazón. Se está plenamente persuadido de que “si cambio yo, cambia el mundo”.
Y esto es muy importante dentro de un contexto pluricultural, tan insidioso
para la defensa de nuestras raíces cristianas. De hecho, desgraciadamente hoy
no es fácil encontrar cristianos convencidos y responsables, dispuestos a vivir
con total fidelidad el evangelio, a inspirar en él sus decisiones y
comportamientos. Se constata por todas partes el drama de la separación entre
fe y vida, reduciendo la primera tan sólo a meras prácticas religiosas, que no
pocas veces son por tradición y folclore, y dejando la otra desamparada de
principios y actitudes que vengan de la fe. Un cristianismo basado únicamente
en ritos y prácticas religiosas no puede sostenerse en una sociedad como la
nuestra, ya que uno queda en desventaja respecto de quien profesa otro credo y
vive en coherencia con él. Hemos de medirnos con la vida, yendo a ella con los
principios que se desprenden del evangelio.
Penitencia entendida como disponibilidad para sacrificarse a fin de
conseguir valores en los que creemos (paz, justicia, progreso, reconciliación,
perdón). Los valores que queremos poner como fundamento de una nueva
sociedad no son maná que cae del cielo mientras nosotros dormimos, sino que han
de obtenerse a través de la lucha y el sacrificio. Trabajar para construir un
mundo distinto al que tenemos, cuesta; por eso no hay que rendirse ante las
primeras dificultades. Tenemos que estar bien convencidos de ello para no caer
en el descorazonamiento. Además, como cristianos, hemos de asumir que hoy
nuestros propios valores ya no son un elemento más dentro del actual pluralismo
cultural. A pesar de las raíces cristianas de nuestros países, hoy nuestros
valores hay que volverlos a proponer con tesón y a través de un testimonio
coherente de vida. Todos sabemos de qué modo se opone a ellos el laicismo
dominante, que ha hecho de ellos el blanco y el enemigo a combatir. Véase en
ello la importancia de una nueva evangelización.
Penitencia como disponibilidad a privarse de algo para salvaguardar un
bien objetivo. En este sentido la persona está dispuesta a privarse de
algún bien o alguna satisfacción incluso legítima, con tal de afirmar la
primacía de determinados valores por encima del consumo de bienes y provechos
personales. En efecto, existe una jerarquía de valores que la penitencia
subraya y defiende, tanto a nivel personal que comunitario.
- A nivel personal, para allanar el camino del bien. En este sentido el ayuno,
la abstinencia, la sobriedad de vida se aceptan como medios para educar la
voluntad y ser así dueños de nuestros instintos. Al elegir la mortificación se
afirma el señorío de la razón por encima del de los sentidos, ya que para
nosotros los cristianos aquélla ha de ser educada incluso desde la fe. Se
pretende así quedar libres de los condicionantes que originan las cosas y los
sentimientos. Sabemos que alcanzar este objetivo exige sacrificio. Hay que
estar bien convencidos de ello para no desalentarnos o caer en la falta de
constancia.
- A nivel comunitario se eligen determinadas formas de privaciones colectivas y
públicas para afirmar el valor de ciertos bienes comunes; con el fin de
conseguirlos las personas han de saber luchar y afrontar con serenidad
determinados sacrificios. Pensemos por ejemplo en el ayuno que se hace para
llamar la atención sobre tantos atentados a la ecología, a la paz, al ejercicio
de la libertad con relación a los demás. Muchas veces la privación de los
bienes necesarios, como puede ser el comer o beber, o tener una propria casa,
asume tono de contestación o de protesta con el fin de conseguir determinados
objetivos.
Penitencia como disponibilidad a compartir. Este es un aspecto que da
pie a que hay una verdadera comunión, ya que para amarse y vivir la comunión
hay que ser penitentes. La vida en comunión exige necesariamente que uno acepte
al otro al que se le reconoce la misma dignidad y la misma capacidad de buscar
la verdad y por tanto, de poseer -como todos-, fragmentos de verdad. Y esto no
se puede realizar sin un obligado y recíproco sacrificio por parte del que
elige vivir con otros. El amor verdadero es un don, pero para que madure
necesita penitencia, sacrificio, humildad.
Penitencia como disponibilidad para afirmar a uno mismo y a los demás la
primacía de Dios sobre todos nuestros esfuerzos para alcanzar el bien. Es
la primera forma de penitencia que todo creyente ha de asumir, en cuanto que de
ella depende todo lo demás. Sin embargo para reconocer que necesitamos de Dios
para construir nuestra historia hay que ser humildes y penitentes, para aceptar
que sin Él nada bueno puede hacer el hombre. Semejante acto de humildad da
origen a la oración, que -como dice San Francisco-, “llega allí donde la carne
no puede”. Es Dios quien, más allá de nuestros esfuerzos, realiza todo bien.
Por eso el creyente sacrifica su tiempo, trabajo y afectos para dedicarse a la
oración. De modo que todo lo que era implícito en las demás formas de disponibilidad
-es decir la apertura a Dios-, halla su concretización en la oración, pues ésta
concede al hombre la confianza de alcanzar todo lo que desea.
P.
Giuseppe Morosini O.M.
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