14/9/16

VALORES DE SAN FRANCISCO DE PAULA


A excepción de muy pocos santos, San Francisco durante su vida tuvo ya reconocimientos públicos, tanto de la gente como de la autoridad de la Iglesia. En efecto su santidad -como advierten sus contemporáneos-, se desprendía de su comportamiento y de su modo de hablar.
            
Intentaré resumir los grandes principios en los que se apoyaba su santidad.
            
1. La austeridad de vida es el rasgo más claro de su santidad, ya que era el que más llamaba a la atención al que lo veía. En las declaraciones del Proceso de Tours generalmente los dos términos -austeridad y santidad-, se asocian entre sí: llevaba una vida austera y santa. Incluso los mismos milagros pasan a un segundo lugar como valor significativo de esta santidad. Las penitencias de este eremita llegado de Calabria inmediatamente corrieron como gran noticia y fueron incluso motivo de discusión en Tours: lo fueron en ambientes estrictamente eclesiásticos y de la corte, y, de rebote, seguramente también entre la gente. Y la figura de referencia no podía ser otra que la del gran penitente de todos los siglos, San Juan Bautista.
            
¿Cuáles eran estas formas de penitencia que tanto impresionaron a sus contemporáneos? Él llevó a formas extremas lo que era habitual en su ambiente rural. Baste recordar lo que ya hemos dicho de su modo de vestir y de caminar. Veamos otros aspectos que encontramos en las declaraciones de los distintos procesos: dormía sobre una tabla teniendo por cabezal una piedra, usaba el cilicio; practicaba ayunos prolongados y se alimentaba de hierbas, excluyendo absolutamente las carnes y cualquier otro alimento derivado de ella. Eran prácticas penitenciales que abrazadas desde muy joven, las mantuvo hasta el fin de sus días.
            
2. La vida solitaria es otro aspecto de su santidad, que especialmente en Francia se convierte en objeto de admiración. Éste conecta inmediata y directamente con su decisión de llevar vida eremítica desde muy joven. El deseo de vivir en soledad, madura muy pronto en el corazón del joven Francisco; elige pues la vida eremítica porque le permitía vivir de un modo que en cierto sentido era muy parecido al ambiente sencillo y pobre al que pertenecía. El entusiasmo inicial fue poco a poco madurando y se transformó gradualmente en una elección cribada por la fe, en la proporción en que él iba madurando aquella primera experiencia, que le impelía a buscar el silencio y la soledad. Y cuando, con el correr del tiempo se halle fuera de su ambiente -donde el silencio y la soledad que eran los elementos esenciales que le ofrecían los montes y bosques-, se vea disturbado por los ruidos de la vida diaria, Francisco buscará formas distintas con las que pueda salvaguardar su vocación de soledad. Es así como él busca cualquier lugar aislado donde retirarse para rezar, o si no se quedará encerrado durante algún tiempo, alguna vez días enteros, en su celda del convento. En Tours se le ve poco; por eso se maravillan sus contemporáneos. Llevaba una vida muy austera y solitaria; era un hombre muy solitario. No obstante su soledad no era sinónimo de vacío, sino que estaba llena de recogimiento interior, o sea de oración con Dios; y sabemos que esta oración, favorecida por la soledad y el silencio, alcanzó la cima de la contemplación. Y esto no era algo que pertenecía sólo al misterio de su vida interior, sino que inundaba toda su persona. Sus contemporáneos lo captan perfectamente y dan de ello un testimonio admirado: era -dicen- un hombre devoto, dedicado por entero a la contemplación y que vivía muy solitario. Con una frase muy acertada, se decía de él que rezaba o daba la impresión de que rezaba; y esto era así incluso cuando cultivaba el huerto o estaba ocupado en otros trabajos o menesteres de la vida diaria del convento.
           
En la soledad, precisamente a través de la experiencia de la contemplación y de la separación del mundo, Dios le hace que escriba una de las páginas más bellas de su santidad e incluso podríamos decir que de todo el eremitismo cristiano. Su soledad se ve llena de gente, que le lleva sus problemas, que pide sus oraciones, que espera sus consejos, que le suplican un milagro. Su soledad manifiesta de este modo su gran fecundidad espiritual. Él jamás fue un eremita desconectado de la vida y de la historia. Abierto por temperamento a los problemas humanos, se hacía eco de ellos en su soledad, rezando, sacrificándose, acogiendo, consolando o aconsejando a cuantos acudían a él.
            
3. La humildad es la virtud hacia la que tiende el planteamiento global de la vida espiritual del Paulano. Dicha virtud es parte integrante de su espiritualidad penitencial, que tiene como fin la total liberación del hombre tanto de los bienes de este mundo, como de su propio egoísmo, a fin de permitirle el encuentro con Dios y abrirlo al amor al prójimo. Ayuno y humildad le ofrecen la capacidad de amar.
            
Si intentamos captar en la vida de Francisco los signos de la humildad observamos que se manifestó humilde en las circunstancias más sencillas de la vida. Los ejemplos que León X (diez) da para valorar la humildad de Francisco están sacados de la vida diaria. Son pequeños servicios hechos a los frailes, atenciones particulares prestadas a ellos, en general, el cumplimiento de humildes servicios que la buena marcha de una comunidad religiosa exige: lavaba la ropa de los religiosos, servía en la mesa, les lavaba los pies el jueves santo, no aceptaba en la iglesia el signo de paz sino después de los sacerdotes, se adelantó a ofrecer una silla a un huésped aunque había allí otros religiosos.
            
Si nos preguntáramos por qué sus contemporáneos quedaron tan impresionados por estos gestos, una primera respuesta la hallaríamos en las palabras del Papa León X (diez): Siendo él fundador y Superior general de la Orden de los Mínimos, prefería ser tenido como el último de todos y no se desdeñaba de ocuparse en todas las obras serviles para dar a los otros ejemplos de humildad. Pero la respuesta más completa nos la ha dado el Anónimo: Era tan humilde que deseaba le mandasen más bien que mandar, y, en el servicio a todos daba pruebas de gran caridad. Era esta disponibilidad a servir lo que sus coetáneos descubrían en tantísimos gestos de humildad, aparentemente insignificantes. Sin embargo realizados por Francisco, éstos revelaban toda la riqueza espiritual de su mundo interior abierto a la caridad. Pero aún queda algún otro detalle por subrayar relativo a la humildad de Francisco, relacionado directamente con los rasgos de su santidad. Es también el Anónimo quien lo hace notar: Huía, sobre todo, de la vanagloria y de la hipocresía. Realizaba en secreto todas las obras buenas, por ejemplo, ayunos, abstinencias y oraciones, de manera que difícilmente podían ser advertidas, sino por aquellos que sabían bien que hacía tales cosas. Sobre todo era muy discreto en el modo de hacer los milagros, por eso siempre acudía a prescripciones o recetas a base de hierbas u otros elementos, inocuos desde el punto de vista curativo.
           
4. La paciencia es otra virtud propia de Francisco que va unida a su humildad. Según decían sus contemporáneos, su paciencia fue invencible: no la pudieron tambalear los atractivos de los placeres; no la pudo ajar su larga vejez; no la debilitó el tener que vivir en un país extraño; ni la derrotó la debilidad de la enfermedad. Siempre fue el mismo: su tenor de vida permaneció siempre igual (Simoneta), aunque no le faltaron momentos y ocasiones en que tuvo que sufrir con paciencia y confianza en Dios las adversidades de los hombres y los contratiempos de la vida.
            
Si quisiéramos saber de dónde haya recibido Francisco la fuerza para ser paciente, la respuesta la encontramos en sus mismas declaraciones: el temor de Dios y en la sumisión a su voluntad. En el episodio del intento de arrestarlo en Paterno por parte de los soldados del rey de Nápoles, podemos advertir, en la respuesta que dio a los que le apremiaban a que escapara, la síntesis maravillosa entre su equilibrio humano y el equilibrio de su fe, que generaban en él esta gran paciencia. Por caridad -decía-, si es voluntad de Dios, me arrestarán; y si no nadie nos podrá hacer mal alguno. Por eso él no se escapa, aunque fuera eso lo que le aconsejaban los que estaban junto a él.
            
La paciencia en Francisco nace de su certeza de estar del lado de Dios; de ahí que la superación de las dificultades para él es simplemente una cuestión de tiempo. Por eso sabe esperar que se cumpla la hora de Dios. En correlación con esta actitud de espera paciente está la imagen de Cristo sufriente, de la que le viene la fuerza y que él presenta como modelo al invitar a otras personas a tener paciencia.
            
5. La caridad es la otra virtud que distingue claramente la santidad de Francisco, por el modo como él la ha manifestado. De hecho, la caridad, como virtud teologal, es el signo de toda santidad en la Iglesia, por lo que dicha virtud no es patrimonio exclusivo o prerrogativa particular de ningún santo.
            
Por el modo como Francisco ejerció esta virtud, bien podríamos poner en sus labios las palabras de San Pablo: No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí. Esta vida que vivo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Gál 2, 20).
            
La tradición ha definido a Francisco como el santo de la caridad, y la iconografía clásica lo ha representado siempre con el emblema Charitas, colocado bien en el pecho o en el bastón, o bien en alto, junto a su imagen, frecuentemente a la altura de sus ojos. También los textos litúrgicos de su fiesta, tanto en la liturgia de las Horas como en la Eucaristía, han resaltado esta virtud. El Anónimo resumió así la preeminencia de la caridad: “En todas sus obras tenía en sus labios la palabra caridad, diciendo: “Hagámoslo por caridad”, “vayamos por caridad”. Lo cual no debe extrañarnos, “porque lo que rebosa el corazón, lo habla la boca”, o lo que es lo mismo, quien está lleno de caridad no puede hablar sino de caridad”. Creo que puede afirmarse que el optimismo natural presente en él haya sido ennoblecido y elevado por la fe y la confianza en Dios (“ a quien ama a Dios, todo es posible”), facilitándole precisamente la adquisición de la virtud teologal de la caridad en sus dos dimensiones: vertical, o sea como amor a Dios, y horizontal, o sea como amor al prójimo. Pero es toda su espiritualidad penitencial que desemboca, como ya hemos indicado antes, en la caridad. Su ascesis no se agota en sí misma, sino que sirve para facilitar el desarrollo de la vocación fundamental del hombre: llegar a la comunión con Dios. Era esta la razón por la que él siempre intercalaba -como dice el Anónimo y confirman las declaraciones de los Procesos-, la palabra caridad. Con ella quiere expresar ante todo la necesidad de confiar en Dios en las dificultades, pues lo que parece imposible al hombre, no lo es para Dios, si nosotros lo amamos y tenemos confianza en Él. De todas formas Francisco con esta expresión se aferra a Dios, ya que en Él encuentra el cumplimiento de su esperanza y de la esperanza que pide a los demás. Y cuanto más fuerte es la experiencia de Dios, más perfecta es la caridad. Él, que vive una profunda comunión con Dios, por eso tiene la certeza evangélica (Mt 17, 20) de hacer milagros e incluso de proponer lo que en realidad humanamente parece imposible hacer.

            
Según el evangelio, ejercita la caridad hacia el prójimo como elemento esencial del amor a Dios sin dualismos de ningún tipo. La experiencia contemplativa y la amable acogida de todos los que deseaban encontrarse con él se unen en un abrazo admirable, por lo que se le pueden atribuir justamente los apelativos de contemplativo y de hombre de la caridad social. 

P. Giuseppe Morosini O. M.

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