LA DEVOCIÓN A NUESTRA SEÑORA
La devota imitación de Cristo y la atracción que Francisco tenía por su encarnación vinculada a la kénosis de la humillación y del anonadamiento no podía sino inspirarle también amor hacia María, como por otra parte también se nota en la espiritualidad de los Padres del desierto en la que radica la espiritualidad de nuestro Fundador.
Cristo Verbo encarnado y anonadado por nuestra salvación ha decidido asumir él mismo la humanidad haciéndose carne y asumiendo nuestra historia y nuestro ámbito humano en plenitud. Se sigue de ello que haya escogido un seno materno al elegir la dimensión humana carnal y así poder compartir plenamente nuestra dimensión naciendo de una mujer y bajo la Ley (Gal 4,4-5), de modo que cada fiel que repare en el don de salvación obrado por el Redentor Verbo encarnado necesariamente ha de asociar sus sentimientos de amor no sólo a Cristo sino también a aquella que ha asentido a la encarnación.
Por ello, como cualquier otro hombre de Dios, también Francisco albergaba un vivísimo interés por María, no separado sino precedido del amor por Cristo. Escribe Bellantonio: “Toda la dignidad, la grandeza, la gloria de María ha venido por Jesús; por tanto, San Francisco de Paula se dirige a ella, en su piedad, como unida inseparablemente a su Hijo Jesucristo.”
Esto no es difícil de entender para quien consigue colocar en la dimensión correcta y debida la devoción a la Virgen Madre de Dios. Sin menospreciar la religiosidad popular a la que también Francisco se adhería, queda claro que su veneración a Nuestra Señora se conjugaba con la afirmación del primado de Jesús, como se pone de manifiesto no sólo en el famoso binomio Jesús-María que era repetido en las exclamaciones de Francisco, sino también en las actitudes significativas de devoción a la Virgen.
Éstas las hallamos sobre todo durante la infancia, por ejemplo cuando el pequeño Francisco rehúsa la invitación de la Madre a cubrirse la cabeza mientras está recitando el rosario en la iglesia: “Madre mía, si en este momento yo hablase con la reina de Nápoles, ¿me dirías que tuviese la cabeza cubierta? Pues bien, ¿no es mucho más importante la reina del cielo con la que hablamos?”. O bien, durante la permanencia de Francisco en el convento de San Marcos Argentano, cuando vacaba a la oración ayudado de una imagen de Nuestra Señora y de otra de San Francisco de Asís, o durante la peregrinación a Asís cuando se detiene en la iglesia de Santa María de los Ángeles.
Otros episodios simples y ordinarios de la religiosidad de nuestro Paulano atestiguan hasta qué punto era expresiva su devoción a la Virgen: recitar devotamente el avemaría e invitar a sus religiosos y al pueblo a hacer otro tanto, dedicar no pocos conventos e iglesias de la Orden a Nuestra Señora, recitar el Oficio de la Virgen y el rosario todos los días, como también invocar a María en muchas ocasiones son signos de que la devoción mariana por parte de Francisco no era en absoluto descuidada.
Pero es sobre todo en el famoso rechazo del regalo de una imagen mariana de oro que le ofrecía Luis XI donde Francisco expresa la responsabilidad y la conciencia de una devoción a María fundada y radical: en aquella circunstancia el rechazo del oro y la reivindicación de la devoción auténtica a la Virgen Santa en el cielo, expresiva con la ayuda de una simple estampa, revela que el amor hacia María debe estar desprovisto de todo condicionamiento externo: acoger el don de una imagen dorada equivalía a arriesgarse a que la propia devoción fuera infectada por los bienes materiales, por la vanidad y el vicio mundano, mientras que la auténtica devoción a María no conoce mediaciones humanas alusivas de lujo o de riqueza.
La exterioridad de nuestras devociones, teniendo su apreciable valor, puede suscitar el riesgo que de nuestra parte se omita la consideración de María como Madre de Dios y Madre nuestra y cooperadora en la historia de salvación, sobre la cual se ha hecho protagonista el amor de Dios respecto a la humanidad, amor salvífico y de rescate que ha exaltado la simplicidad de una pobre muchacha; por ello, ninguna devoción mariana puede excluir el acercamiento inmediato a Cristo Verbo encarnado y salvador.
Una característica particular referida por diversos escritores de la Orden de los Mínimos es el dato de hecho de que la Orden, expresión en la Iglesia de la penitencia continua como conversión radical y convencida a Dios, haya sido privilegiada por la misma Virgen cuando apareció en figura humana el 20 de enero de 1842 en la Basílica mínima de Sant’Andrea delle Fratte en Roma, cerca de Piazza di Spagna; en ese día el hebreo (aunque de hecho ateo) Alfonso Ratisbonne, noble señor que se encontraba de paso por Roma por negocios, atraído por las obras artísticas del monumento (algunas obras maestras de Bernini y de Vantivelli), contemplaba los bajorrelieves, las estatuas y los cuadros de la iglesia caminando a lo largo de la nave central, cuando de pronto notó que a pesar de ser casi mediodía el templo se oscureció como de noche y casi al mismo tiempo de uno de los altares laterales de la iglesia surgía como un haz de luz intensa y luminosa que rodeaba la imagen de una bella mujer que le indicaba con el índice el lugar en el que debía arrodillarse.
Alfonso, que era un adversario encarnizado del papado y de las instituciones eclesiásticas y que había denigrado toda doctrina y enseñanza del magisterio y de la fe católica, después de haberse arrodillado se alzó ferviente católico convencido. Entró después en un convento de jesuitas y dio vida a una Orden religiosa femenina (las hijas de Sión).
La conversión del hebreo Alfonso Ratisbonne anima a la Orden a vivir y a actuar el carisma de la penitencia que viene así apremiado en su puesta en práctica de la abstinencia por la intercesión de María que con motivo de este prodigioso evento es denominada por los frailes mínimos con el título de Virgen de la Conversión, facultativo al de Virgen del Milagro, con el cual es venerada públicamente por el pueblo en la Basílica de Sant’Andrea delle Fratte.
De la obra La vida y la espiritualidad del fundador de la Orden de los Mínimos del P. Gianfranco Scarpitta O. M.
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