29/12/22

IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN FRANCISCO DE SALES, PATRONO DE LA ORDEN MÍNIMA SEGLAR

En la conmemoración del cuarto centenario de la muerte de San Francisco de Sales, patrono de la Orden Mínima Seglar como terciario que fue, el papa Francisco ha publicado una carta apostólica que copiamos a continuación.

CARTA APOSTÓLICA
TOTUM AMORIS EST
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE
DE SAN FRANCISCO DE SALES

«Todo pertenece al amor».[1] En estas palabras podemos recoger la herencia espiritual legada por san Francisco de Sales, que murió hace cuatro siglos, el 28 de diciembre de 1622, en Lyon. Tenía poco más de cincuenta años y, durante los últimos veinte años, había sido obispo y príncipe “exiliado” de Ginebra. Había llegado a Lyon después de su última misión diplomática. El duque de Saboya le había pedido que acompañara al cardenal Mauricio de Saboya a Aviñón. Juntos habrían rendido homenaje al joven rey Luis XIII, que regresaba a París, subiendo el valle del Ródano, luego de una victoriosa campaña militar en el sur de Francia. Cansado y con la salud deteriorada, Francisco se había puesto en camino por puro espíritu de servicio. «Si no fuera tan útil a su servicio que yo haga este viaje, tendría, ciertamente, muy buenas y sólidas razones para eximirme de él; pero, si se trata de su servicio, vivo o muerto, no me echaré atrás, sino que iré o me haré arrastrar».[2] Este era su carácter. Finalmente, cuando llegó a Lyon se alojó en el monasterio de las Visitandinas, en la casa del jardinero, para no causar demasiadas molestias y, al mismo tiempo, ser más libre para encontrarse con quien lo necesitara.

Poco impresionado desde hacía bastante tiempo por «las débiles grandezas de la corte»,[3] también había consumado sus últimos días llevando adelante el ministerio de pastor en una sucesión de compromisos: confesiones, coloquios, conferencias, predicaciones y las últimas, infaltables, cartas de amistad espiritual. La razón profunda de este estilo de vida lleno de Dios se le había hecho cada vez más nítida a lo largo del tiempo, y él la había formulado con sencillez y precisión en su célebreTratado del amor de Dios: «Tan pronto como el hombre fija con alguna atención su pensamiento en la consideración de la divinidad, siente cierta dulce emoción en su corazón, que muestra que Dios es Dios del corazón humano».[4] Es la síntesis de su pensamiento. La experiencia de Dios es una evidencia del corazón humano. Esta no es una construcción mental, más bien es un reconocimiento lleno de asombro y de gratitud, que resulta de la manifestación de Dios. En el corazón y por medio del corazón es donde se realiza ese sutil e intenso proceso unitario en virtud del cual el hombre reconoce a Dios y, al mismo tiempo, a sí mismo, su propio origen y profundidad, su propia realización en la llamada al amor. Descubre que la fe no es un movimiento ciego, sino sobre todo una disposición del corazón. A través de ella el hombre confía en una verdad que se presenta a la conciencia como una “dulce emoción”, capaz de suscitar un correspondiente e irrenunciable bien-querer por cada realidad creada, como a él le gustaba decir.

A esta luz se comprende cómo para san Francisco de Sales no hay mejor lugar donde encontrar a Dios y ayudar a buscarlo que en el corazón de cada mujer y hombre de su tiempo. Lo había aprendido desde su temprana juventud, observándose a sí mismo con fina atención y escrutando el corazón humano.

En el último encuentro de esos días en Lyon, y con el sentido íntimo de una cotidianidad habitada por Dios, había dejado a sus Visitandinas la expresión con la que posteriormente había querido que fuera sellada su memoria: «He resumido todo en estas dos palabras, cuando os he dicho: nada pedir, nada rehusar. No tengo más que deciros».[5] Sin embargo, no se trataba de un ejercicio de mero voluntarismo, «una voluntad sin humildad»,[6] aquella sutil tentación del camino hacia la santidad, que la confunde con la justificación por medio de las propias fuerzas, con la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, «que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor».[7] Mucho menos se trataba de un mero quietismo, de un abandono pasivo y sin afectos en una doctrina sin carne y sin historia.[8] Nacía más bien de la contemplación de la misma vida del Hijo encarnado. Era el 26 de diciembre, y el santo hablaba a las hermanas en el corazón del misterio de la Navidad: «¿Veis al Niño Jesús en el pesebre? Acepta todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo lo que su Padre permite le suceda. No está escrito que haya extendido alguna vez sus manos a los pechos de su Madre, se abandonaba totalmente a su cuidado y previsión, sin rehusar los pequeños alivios que ella le daba. Del mismo modo nosotros no debemos desear ni rehusar nada, sino aceptar igualmente todo lo que la Providencia de Dios permita que nos suceda, el frío y las inclemencias del tiempo».[9] Es conmovedora su atención en reconocer el cuidado de lo que es humano como indispensable. En la escuela de la encarnación había aprendido a leer la historia y a habitarla con confianza.

El criterio del amor

Por medio de la experiencia había reconocido el deseo como la raíz de toda vida espiritual verdadera y, al mismo tiempo, como lugar de su falsificación. Por eso, recogiendo a manos llenas de la tradición espiritual que lo había precedido, había comprendido la importancia de poner constantemente a prueba el deseo, mediante un continuo ejercicio de discernimiento. El criterio último para su evaluación lo había redescubierto en el amor. En esa última estadía en Lyon, en la fiesta de san Esteban, dos días antes de su muerte, había dicho: «El amor es lo que da valor a nuestras obras. Os digo más aún: una persona que sufre el martirio por Dios con una onza de amor, merece mucho, pues la vida es lo más que se puede dar; pero si hay otra persona que sólo sufre un golpe con dos onzas de amor tendrá mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los que dan el valor a nuestras obras».[10]

Con sorprendente concreción había continuado ilustrando la difícil relación entre contemplación y acción: «Sabéis o debéis saber que la contemplación es mejor que la acción y la vida activa; pero si en esta hay más unión [con Dios], entonces es mejor que aquella. Si una hermana que está en la cocina manejando la sartén junto al fuego tiene más amor y caridad que otra, el fuego material no le quitará el mérito, al contrario, le ayudará y será más grata a Dios. Con bastante frecuencia se está tan unido a Dios en la acción como en la soledad. En fin, vuelvo siempre a la cuestión, donde se encuentre más amor».[11] Esta es la verdadera pregunta que disipa instantáneamente toda rigidez inútil o todo repliegue sobre sí mismo: interrogarse en todo momento, en toda decisión, en toda circunstancia de la vida dónde reside el mayor amor. No es casualidad que san Francisco de Sales haya sido llamado por san Juan Pablo II «doctor del amor divino», [12] no fue sólo porque escribió un magnífico Tratado sobre este tema, sino sobre todo porque fue testigo de ese amor. Por otra parte, sus escritos no se pueden considerar como una teoría redactada en un escritorio, lejos de las preocupaciones del hombre común. Su enseñanza, en efecto, nació de una escucha atenta de la experiencia. Él no hizo más que transformar en doctrina lo que vivía y leía en su singular e innovadora acción pastoral, gracias a una agudeza iluminada por el Espíritu. Una síntesis de este modo de proceder se encuentra en el Prólogo del mismo Tratado del amor de Dios: «Todo en la Iglesia es para el amor, en el amor, por el amor y del amor».[13]

Los años de la primera formación: la aventura de conocerse en Dios

Nació el 21 de agosto de 1567, en el castillo de Sales, cerca de Thorens, de Francisco de Nouvelles, señor de Boisy, y de Francisca de Sionnaz. «Vivió a caballo entre dos siglos, el XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia lo absoluto propia de las corrientes místicas».[14]

Después de la formación cultural inicial, primero en el colegio de La Roche-sur-Foron y después en el de Annecy, llegó a París, al colegio jesuita Clermont, que había sido fundado recientemente. En la capital del Reino de Francia, devastada por las guerras de religión, experimentó en poco tiempo dos crisis interiores consecutivas, que marcaron su vida de modo indeleble. Esa ardiente oración hecha en la Iglesia de Saint-Étienne-des-Grès, frente a la Virgen Negra de París, en medio de la oscuridad, le encenderá en el corazón una llama que permanecerá viva en él para siempre, como clave de lectura de su propia experiencia y de la de otros. «Señor, tú que tienes todo en tus manos y cuyos caminos son justicia y verdad, cualquier cosa que suceda, […] yo te amaré, Señor […], te amaré aquí, oh Dios mío, y siempre esperaré en tu misericordia, y siempre cantaré tus alabanzas. […] Oh, Señor Jesús, tú siempre serás mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivientes».[15]

Eso había escrito en su cuaderno, recuperando la paz. Y esta experiencia, con sus inquietudes y sus interrogantes, para él siempre será iluminadora y le dará un singular camino de acceso al misterio de la relación de Dios con el hombre. Le ayudará a escuchar la vida de los demás y a reconocer, con fino discernimiento, la actitud interior que une el pensamiento al sentimiento, la razón a los afectos, y que de ese modo es capaz de llamar por nombre al “Dios del corazón humano”. Por este camino Francisco no corrió el peligro de atribuir un valor teórico a la propia experiencia personal, absolutizándola, sino que aprendió algo extraordinario, fruto de la gracia: a leer en Dios lo vivido por él y por los demás.

Aunque nunca haya pretendido elaborar un sistema teológico propiamente dicho, su reflexión sobre la vida espiritual tuvo una notable dignidad teológica. Aparecen en él los rasgos esenciales del quehacer teológico, para el cual es necesario no olvidar dos dimensiones constitutivas. La primera es precisamente la vida espiritual, porque es en la oración humilde y perseverante, en la apertura al Espíritu Santo, que se puede tratar de comprender y de expresar al Verbo de Dios. Los teólogos se fraguan en el crisol de la oración. La segunda dimensión es la vida eclesial: sentir en la Iglesia y con la Iglesia. También la teología se ha visto afectada por la cultura individualista, pero el teólogo cristiano elabora su pensamiento inmerso en la comunidad, partiendo en ella el pan de la Palabra.[16] La reflexión de Francisco de Sales, al margen de las disputas entre las escuelas de su época, y aun respetándolas, nace precisamente de estos dos rasgos constitutivos.

El descubrimiento de un mundo nuevo

Cuando finalizó los estudios humanísticos, continuó con los de derecho en la Universidad de Padua. Al regresar a Annecy ya había decidido la orientación de su vida, no obstante las resistencias de sus padres. Fue ordenado sacerdote el 18 de diciembre de 1593. En los primeros días de septiembre del año siguiente, por invitación del obispo, Mons. Claude de Granier, fue llamado a la difícil misión en el Chablais, territorio perteneciente a la diócesis de Annecy, de confesión calvinista, que, en el intrincado laberinto de guerras y tratados de paz, había pasado nuevamente a estar bajo el control del ducado de Saboya. Fueron años intensos y dramáticos. Aquí descubrió, junto con alguna rígida intransigencia que luego le hará reflexionar, sus aptitudes de mediador y hombre de diálogo. Además, se descubrió inventor de originales y audaces praxis pastorales, como las famosas “hojas volantes”, que se colgaban en todas partes e incluso se deslizaban debajo de las puertas de las casas.

En 1602 regresó a París, ocupado en llevar adelante una delicada misión diplomática, en nombre del mismo Granier y con instrucciones precisas de la Sede Apostólica, después de la enésima modificación del cuadro político-religioso del territorio de la diócesis de Ginebra. A pesar de la buena disposición por parte del rey de Francia, la misión fracasó. Él mismo escribió al Papa Clemente VIII: «Después de nueve meses, me vi obligado a dar marcha atrás sin haber concluido casi nada».[17] Sin embargo, aquella misión se reveló para él y para la Iglesia de una riqueza inesperada bajo el perfil humano, cultural y religioso. En el tiempo libre que los negociados diplomáticos le concedían, Francisco predicó ante la presencia del rey y de la corte de Francia, estableció relaciones importantes y, sobre todo, se sumergió totalmente en la prodigiosa primavera espiritual y cultural de la moderna capital del Reino.

Allí todo había cambiado y estaba cambiando. Él mismo se dejó tocar e interrogar tanto por los grandes problemas que se presentaban en el mundo y el nuevo modo de observarlos, como por la sorprendente demanda de espiritualidad que había nacido y las cuestiones inéditas que esta planteaba. En pocas palabras, percibió un verdadero “cambio de época”, al que era necesario responder con lenguajes antiguos y nuevos. Ciertamente, no era la primera vez que encontraba cristianos fervorosos, pero se trataba de algo distinto. No era la París devastada por las guerras de religión, que había visto en sus años de formación, ni la lucha encarnizada librada en los territorios del Chablais. Era una realidad inesperada: una multitud «de santos, de verdaderos santos, numerosos y que estaban en todas partes».[18] Eran hombres y mujeres de cultura, profesores de la Sorbona, representantes de las instituciones, príncipes y princesas, siervos y siervas, religiosos y religiosas. Un mundo que estaba sediento de Dios.

Conocer a esas personas y tomar conciencia de sus interrogantes fue una de las circunstancias providenciales más importantes de su vida. Así, días aparentemente inútiles e infructuosos se transformaron en una escuela incomparable para leer los estados de ánimo de esa época, sin nunca elogiarlos. En él, el hábil e infatigable controversista se estaba transformando, por la gracia, en un fino intérprete del tiempo y extraordinario director de almas. Su acción pastoral, las grandes obras (Introduccióna la vida devota y Tratado del amor de Dios), la infinidad de cartas de amistad espiritual que fueron enviadas, dentro y fuera de los muros de los conventos y los monasterios, a religiosos y religiosas, a hombres y mujeres de la corte y a la gente común, el encuentro con Juana Francisca de Chantal y la misma fundación de la Visitación en 1610 resultarían incomprensibles sin este cambio interior. Evangelio y cultura encontraban de ese modo una síntesis fecunda, de la que derivaba la intuición de un método auténtico, maduro y listo para una cosecha duradera y prometedora.

En una de las primeras cartas de dirección y amistad espiritual que Francisco de Sales envió a una de las comunidades que visitó en París, mencionaba, con humildad, un “método suyo”, que se diferenciaba de los demás, con vistas a una verdadera reforma. Un método que renunciaba a la severidad y confiaba plenamente en la dignidad y capacidad de un alma devota, no obstante sus debilidades: «Me viene la duda de que a vuestra reforma también se pueda oponer otro impedimento: tal vez aquellos que os la han impuesto han curado la llaga con demasiada dureza. […] Yo alabo su método, aunque no sea el que suelo usar, especialmente con respecto a espíritus nobles y bien educados como los vuestros. Creo que sea mejor limitarse a mostrarles el mal y a poner el bisturí en sus manos para que ellos mismos practiquen la incisión necesaria. Pero no descuidéis por ello la reforma que necesitáis».[19] En estas palabras se trasluce esa mirada que ha hecho célebre el optimismo salesiano, que ha dejado su huella permanente en la historia de la espiritualidad y que ha florecido sucesivamente, como en el caso de don Bosco dos siglos después.

Cuando regresó a Annecy, fue ordenado obispo el 8 de diciembre del mismo año 1602. El influjo de su ministerio episcopal en la Europa de esa época y de los siglos posteriores resulta inmenso. «Fue apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido en hacer realidad los ideales del concilio de Trento; implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez más la eficacia de la relación personal y de la caridad, más allá del necesario enfrentamiento teológico; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de tareas sociales de mediación y reconciliación».[20]Sobre todo, fue intérprete del cambio de época y guía de las almas en un tiempo que tenía sed de Dios de un modo nuevo.

La caridad hace todo por sus hijos

Entre 1620 y 1621, es decir, ya al final de su vida, Francisco dirigió a un sacerdote de su diócesis unas palabras capaces de iluminar su visión de la época. Lo animaba a secundar su deseo de dedicarse a la escritura de textos originales, que lograran interceptar los nuevos interrogantes, intuyendo en ellos las necesidades. «Os debo decir que el conocimiento que voy adquiriendo cada día de los estados de ánimo del mundo me lleva a desear apasionadamente que la divina Bondad inspire a alguno de sus siervos a escribir según el gusto de este pobre mundo».[21] La razón de este estímulo la encontraba en la propia visión del tiempo: «El mundo se está volviendo tan delicado, que dentro de poco nadie se atreverá más a tocarlo, sino con guantes de seda, ni a medicar sus llagas, sino con cataplasmas de cebolla; pero, ¿qué importa, si los hombres son curados y, en definitiva, salvados? Nuestra reina, la caridad, hace todo por sus hijos».[22] No era algo que se daba por sentado, ni mucho menos una rendición final frente a una derrota. Se trataba, más bien, de la intuición de un cambio que estaba en curso y de la exigencia, totalmente evangélica, de comprender cómo poder habitarlo.

La misma conciencia, además, la había madurado y expresado en el Prólogo, al introducir el Tratado del amor de Dios: «He tenido en cuenta la condición de las almas en estos tiempos, y además debía tenerla, porque importa mucho mirar la condición de los tiempos en que se escribe».[23] Rogando, asimismo, la benevolencia del lector, afirmaba: «Y si encontrar es el estilo un poco diferente del que he usado escribiendo a Filotea, y ambos muy diversos del que empleé en la Defensa de la cruz, debes saber que en diecinueve años se aprenden y se olvidan muchas cosas; que el lenguaje de la guerra no es igual que el de la paz, y que de una manera se habla a los muchachos principiantes y de otra a los viejos compañeros».[24] Pero, frente a este cambio, ¿por dónde comenzar? No lejos de la misma historia de Dios con el hombre. De aquí el objetivo final de su Tratado: «Mi pensamiento ha sido tan sólo exponer sencilla y llanamente, sin artificios ni aderezos de estilo, la historia del nacimiento, progreso, decadencia, operaciones, propiedades, beneficios y excelencias del amor divino».[25]

Las preguntas de un cambio de época

En la memoria del cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales, me he preguntado sobre su legado para nuestra época, y he encontrado iluminadoras su flexibilidad y su capacidad de visión. Un poco por don de Dios, un poco por índole personal, y también por la profundización constante de sus vivencias, había tenido la nítida percepción del cambio de los tiempos. Ni él mismo hubiera llegado a imaginar que en esto reconocería una gran oportunidad para el anuncio del Evangelio. La Palabra que había amado desde su juventud era capaz de hacerse camino abriendo horizontes nuevos e impredecibles en un mundo en rápida transición.

Es lo que también nos espera como tarea esencial para este cambio de época: una Iglesia no autorreferencial, libre de toda mundanidad pero capaz de habitar el mundo, de compartir la vida de la gente, de caminar juntos, de escuchar y de acoger.[26] Es lo que realizó Francisco de Sales leyendo su época con ayuda de la gracia. Por eso, él nos invita a salir de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por las estructuras, por la imagen social, y a preguntarnos más bien cuáles son las necesidades concretas y las esperanzas espirituales de nuestro pueblo.[27] Por tanto, releer algunas de sus decisiones cruciales es importante también hoy, para vivir el cambio con sabiduría evangélica.

La brisa y las alas

La primera de dichas decisiones fue la de releer y volver a proponer a cada uno, en su condición específica, la feliz relación entre Dios y el ser humano. En definitiva, la razón última y el objetivo concreto del Tratado era precisamente ilustrar a los contemporáneos el encanto del amor de Dios. «¿Cuáles son —se preguntaba— los lazos habituales por los cuales la Providencia divina acostumbra atraer nuestros corazones a su amor?».[28] Partiendo sugestivamente del texto de Oseas 11,4,[29] definía tales medios ordinarios como «lazos de humanidad, o de caridad y amistad».«No cabe duda —escribía— de que Dios no nos atrae con cadenas de hierro, como a los toros y a los búfalos, sino mediante invitaciones, dulces encantos y santas inspiraciones, que son los lazos de Adán y de la humanidad, es decir, los propios y convenientes al corazón humano, que naturalmente está dotado de libertad».[30] Es a través de estos lazos que Dios ha sacado a su pueblo de la esclavitud, enseñándole a caminar, llevándolo de la mano, como hace un papá o una mamá con el propio hijo. Por consiguiente, ninguna imposición externa, ninguna fuerza despótica y arbitraria, ninguna violencia. Más bien, la forma persuasiva de una invitación que deja intacta la libertad del hombre. «La gracia —proseguía, pensando ciertamente en tantas historias de vida que había conocido— tiene fuerza, no para obligar, sino para atraer el corazón; ejerce una santa violencia, no para vulnerar, sino para enamorar nuestra libertad; obra fuertemente, mas con suavidad tan admirable, que nuestra voluntad no queda agobiada bajo tan poderosa acción; nos presiona, pero no sofoca nuestra libertad. Así, pues, en medio de toda su fuerza, podemos consentir o resistir a sus impulsos, según nos place».[31]

Poco antes había bosquejado dicha relación utilizando el curioso ejemplo del “ápodo”: «Hay cierta clase de pájaros, oh Teótimo, a los cuales Aristóteles llama “ápodos”, esto es, sin pies, porque, teniendo las piernas extremadamente cortas y los pies sin fuerza, no les sirven más que si realmente no los tuvieran. Por donde sucede que, si una vez caen a tierra, permanecen como clavados en ella, sin que puedan nunca por sí mismos recobrar el vuelo, porque, no pudiéndose valer de sus piernas ni de sus pies, no tienen medio ninguno para tomar impulso y lanzarse de nuevo al aire. Así, quedan allí inmóviles y hasta llegan a morir, si el viento propicio a su impotencia, soplando fuertemente sobre la faz de la tierra, no viene a arrebatarlos y levantarlos, como hace con otras cosas; porque entonces, si empleando ellos sus alas, corresponden a este impulso y primer vuelo que el viento les da, el mismo viento continúa ayudándoles, impeliéndoles cada vez más a volar».[32] Así es el hombre: hecho por Dios para volar y desplegar todas sus potencialidades en la llamada al amor, corre el riesgo de volverse incapaz de levantar el vuelo cuando cae a tierra y no acepta volver a abrir las alas a la brisa del Espíritu.

Esta es, pues, la “forma” a través de la cual la gracia de Dios se concede a los hombres: la de los preciosos y muy humanos vínculos de Adán. La fuerza de Dios no deja de ser absolutamente capaz de restablecer el vuelo y, sin embargo, su dulzura hace que la libertad de consentimiento no sea violada o inútil. Corresponde al hombre levantarse o no levantarse. Aunque la gracia lo haya tocado para despertarlo, sin él, esta no quiere que el hombre se levante sin su consentimiento. De esa manera obtiene su reflexión conclusiva: «Las inspiraciones, oh Teótimo, nos previenen, y antes de que hayamos pensado en ellas, experimentamos su presencia, mas después de haberlas sentido, a nosotros toca consentir, secundándolas y siguiendo sus impulsos, o disentir y rechazarlas: ellas se hacen sentir en nosotros y sin nosotros, pero no obtienen el consentimiento sin nosotros».[33] Por lo tanto, la relación con Dios se trata siempre de una experiencia de gratuidad que manifiesta la profundidad del amor del Padre.

Ahora bien, esta gracia nunca hace al hombre pasivo, sino que lleva a comprender que estamos precedidos radicalmente por el amor de Dios, y que su primer don consiste precisamente en haber recibido su mismo amor. Pero cada uno tiene el deber de cooperar en su propia realización, desplegando con confianza las propias alas a la brisa de Dios. Aquí vemos un aspecto importante de nuestra vocación humana: «El mandato de Dios a Adán y Eva en el relato del Génesis es ser fecundos. La humanidad ha recibido el mandato de cambiar, construir y dominar la creación en el sentido positivo de crear desde y con ella. Entonces, el futuro no depende de un mecanismo invisible en el que los humanos son espectadores pasivos. No, somos protagonistas, somos —forzando la palabra—cocreadores».[34] Francisco de Sales lo comprendió bien y trató de transmitirlo en su ministerio de guía espiritual.

La verdadera devoción

Una segunda y gran decisión crucial fue la de haberse centrado en la cuestión de la devoción. También en este caso, el nuevo cambio de época había formulado no pocos interrogantes, tal como ocurre en nuestros días. Dos aspectos en particular requieren que sean comprendidos y revitalizados también hoy. El primero se refiere a la idea misma de devoción, el segundo, a su carácter universal y popular. Indicar, ante todo, qué se entiende por devoción es la primera consideración que encontramos al comienzo de Filotea: «Es necesario que conozcas, desde el principio, en qué consiste la virtud de la devoción, pues son numerosas las devociones falsas e inútiles y sólo hay una verdadera, que, si no la conoces, podrías sufrir engaño determinándote a seguir alguna devoción inconveniente y supersticiosa».[35]

La descripción de Francisco de Sales acerca de la falsa devoción, en la que no nos es difícil reconocernos, es amena y siempre actual, sin dejar fuera una pizca eficaz de sano sentido del humor: «El que se siente inclinado a ayunar se considerará muy devoto si no come, aunque su corazón esté lleno de rencor; y mientras por sobriedad no se atreve a mojar su lengua, no digo en vino, pero ni siquiera en agua, no temerá teñirla en la sangre del prójimo mediante maledicencias y calumnias. Otro se creerá devoto porque reza diariamente un sinnúmero de oraciones, aunque después su lengua se desate de continuo en palabras insolentes, arrogantes e injuriosas contra sus familiares y vecinos. Algún otro abrirá su bolsa de buena gana para distribuir limosnas entre los pobres, pero no es capaz de sacar dulzura de su corazón perdonando a sus enemigos. Aquel perdonará a sus enemigos, pero no saldará sus deudas si no es apremiado por la justicia».[36] Evidentemente, son los vicios y las dificultades de siempre, también de hoy, por lo que el santo concluye: «Todos estos son tenidos vulgarmente por devotos; nombre que de ninguna manera merecen».[37]

En cambio, la novedad y la verdad de la devoción se encuentran en otro lado, en una raíz profundamente unida a la vida divina en nosotros. De ese modo «la devoción viva y verdadera […] presupone el amor de Dios; mejor dicho, no es otra cosa que el verdadero amor de Dios, y no un amor cualquiera».[38] En su ferviente imaginación la devoción no es más que, «en resumen, una agilidad o viveza espiritual por cuyo medio la caridad actúa en nosotros y nosotros actuamos en ella con prontitud y alegría».[39] Por eso no se coloca junto a la caridad, sino que es una de sus manifestaciones y, al mismo tiempo, conduce a ella. Es como una llama con respecto al fuego: reaviva su intensidad, sin cambiar su naturaleza. «En conclusión, se puede decir que entre la caridad y la devoción no existe mayor diferencia que entre la llama y el fuego; siendo la caridad fuego espiritual, cuando está bien inflamada, se llama devoción; así que la devoción nada añade al fuego de la caridad fuera de la llama que la hace pronta, activa, diligente, no sólo en la observancia de los mandamientos, sino también en el ejercicio de los consejos e inspiraciones celestiales».[40] Una devoción así entendida no tiene nada de abstracto. Es, más bien, un estilo de vida, un modo de ser en lo concreto de la existencia cotidiana. Esta recoge e interpreta las pequeñas cosas de cada día, la comida y el vestido, el trabajo y el descanso, el amor y la descendencia, la atención a las obligaciones profesionales; en síntesis, ilumina la vocación de cada uno.

Aquí se intuye la raíz popular de la devoción, afirmada desde las primeras líneas de Filotea: «Casi todos los que hasta ahora han tratado de la devoción, se han dirigido a los que viven alejados de este mundo o, por lo menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro. Mi intención es instruir a los que viven en las ciudades, con sus familias, en la corte y, por su condición, están obligados, por las conveniencias sociales, a vivir en medio de los demás».[41] Es por ello que está muy equivocado quien piensa en relegar la devoción a algún ámbito protegido o reservado. Esta es, más bien, de todos y para todos, dondequiera que estemos, y cada uno la puede practicar según la propia vocación. Como escribía san Pablo VI en el cuarto centenario del nacimiento de Francisco de Sales, «la santidad no es prerrogativa de una clase o de otra; sino que a todos los cristianos se les dirige esta invitación apremiante: “¡Amigo, siéntate en un lugar más destacado!” (Lc14,10); todos están vinculados por el deber de subir al monte de Dios, aunque no todos por el mismo camino. “La devoción se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno”».[42] Recorrer la ciudad secular manteniendo la interioridad y conjugar el deseo de perfección con cada estado de vida, volviendo a encontrar un centro que no se separa del mundo, sino que enseña a habitarlo, a apreciarlo, aprendiendo también a tomar de él una justa distancia; ese era el propósito del santo, y sigue siendo una valiosa lección para cada mujer y hombre de nuestro tiempo.

Este es el tema conciliar de la vocación universal a la santidad: «Todos los fieles, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre celestial».[43] “Cada uno por su camino”. «Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables».[44] La madre Iglesia no nos los propone para que intentemos copiarlos, sino para que nos alienten a caminar por la senda única y particular que el Señor ha pensado para nosotros. «Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf.1 Co12,7)».[45]

El éxtasis de la vida

Todo ello condujo al santo obispo a considerar la vida cristiana en su totalidad como«el éxtasis de la obra y de la vida».[46] Pero no hay que confundirla con una fuga fácil o una retirada intimista, mucho menos con una obediencia triste y gris. Sabemos que este peligro siempre está presente en la vida de fe. En efecto, «hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. […] Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias».[47]

Permitir que se despierte la alegría es precisamente lo que expresa Francisco de Sales al describir “el éxtasis de la obra y de la vida”. Gracias a ella «no sólo llevamos una vida civil, honesta y cristiana, sino también una vida sobrehumana, espiritual, devota y extática, es decir, una vida, bajo todos los conceptos, fuera y por encima de nuestra condición natural».[48] Nos encontramos aquí en las páginas centrales y más luminosas del Tratado. El éxtasis es el desbordamiento feliz de la vida cristiana, lanzada más allá de la mediocridad de la mera observancia:«No robar, no mentir, no cometer actos lujuriosos, orar a Dios, no jurar en vano, amar y honrar a los padres, no matar; todo esto es vivir según la razón natural del hombre. Mas dejar todos nuestros bienes, amar la pobreza, buscarla y estimarla como la más deliciosa señora, tener los oprobios, desprecios, humillaciones, persecuciones y martirios por felicidad y dicha, contenerse en los términos de una absoluta castidad, y, en fin, vivir en medio del mundo y en esta vida mortal en oposición a todas las opiniones y máximas mundanas y contra la corriente del río de esta vida, con habitual resignación, renuncias y abnegaciones de nosotros mismos, todo esto no es vivir humana, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera de nosotros y sobre nosotros. Y porque nadie puede salir de este modo sobre sí mismo si el Padre Eterno no le atrae, por eso este género de vida debe ser un rapto continuo y un éxtasis perpetuo de acción y de operación».[49]

Es una vida que, ante toda aridez y frente a la tentación de replegarse sobre sí, ha encontrado nuevamente la fuente de la alegría. En efecto, «el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida».[50]

A la descripción del “éxtasis de la obra y de la vida”, san Francisco añade dos observaciones importantes, válidas también para nuestro tiempo. La primera se refiere a un criterio eficaz para el discernimiento de la verdad de ese mismo estilo de vida y la segunda a su origen profundo. En cuanto al criterio de discernimiento, él afirma que, si por un lado dicho éxtasis comporta un auténtico salir de sí mismo, por otro lado, no significa un abandono de la vida. Es importante no olvidarlo nunca, para evitar peligrosas desviaciones. En otras palabras, quien presume de elevarse hacia Dios, pero no vive la caridad para con el prójimo, se engaña a sí mismo y a los demás.

Volvemos a encontrar aquí el mismo criterio que él aplicaba a la calidad de la verdadera devoción. «Cuando se ve a una persona que en la oración tiene raptos por los cuales sale y sube encima de sí misma hasta Dios, y, sin embargo, no tiene éxtasis en su vida, esto es, no lleva una vida elevada y unida a Dios, […] sobre todo, por medio de una continua caridad, creedme que todos estos raptos son grandemente dudosos y peligrosos». Su conclusión es muy eficaz: «Estar sobre sí mismo en la oración y bajo sí mismo en las obras y en la vida, ser angélico en la meditación y bestial en la conversación […] es una señal cierta de que tales raptos y tales éxtasis no son más que ardides y engaños del espíritu maligno».[51] Se trata, en definitiva, de lo que ya recordaba Pablo a los corintios en el himno a la caridad:«Aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada» (1 Co13,2-3).

Por tanto, para san Francisco de Sales la vida cristiana nunca está exenta de éxtasis y, sin embargo, el éxtasis no es auténtico sin la vida. En efecto, la vida sin éxtasis corre el riesgo de reducirse a una obediencia opaca, a un Evangelio que ha olvidado su alegría. Por otra parte, el éxtasis sin la vida se expone fácilmente a la ilusión y al engaño del Maligno. Las grandes polaridades de la vida cristiana no se pueden resolver la una en la otra. En todo caso, una mantiene a la otra en su autenticidad. De ese modo, la verdad no es tal sin justicia; la satisfacción, sin responsabilidad; la espontaneidad, sin ley; y viceversa.

Por otra parte, en cuanto al origen profundo de este éxtasis, él lo vincula sabiamente al amor manifestado por el Hijo encarnado. Si, por un lado, es verdad que «el amor es el primer acto y el principio de nuestra vida devota o espiritual por el cual vivimos, sentimos y nos movemos» y, por otro lado, que «nuestra vida espiritual consiste toda en nuestros movimientos afectivos», está claro que «un corazón que no tiene afecto, no tiene amor», como también que «un corazón que tiene amor, no puede estar sin movimiento afectivo».[52] Pero el origen de este amor que atrae el corazón es la vida de Jesucristo:«Nada urge y aprieta tanto al corazón del hombre como el amor», y el culmen de dicha urgencia es que «Jesucristo murió por nosotros, nos ha dado la vida con su muerte. Nosotros sólo vivimos porque Él murió; murió por nosotros, para nosotros y en nosotros».[53]

Es conmovedora esta indicación que, más allá de una visión iluminada y no evidente de la relación entre Dios y el hombre, manifiesta el estrecho vínculo afectivo que unía al santo obispo con el Señor Jesús. La verdad del éxtasis de la vida y de la acción no es genérica, sino que se manifiesta según la forma de la caridad de Cristo, que culmina en la cruz. Este amor no anula la existencia, sino que la hace brillar de una manera extraordinaria.

Es por ello que, con una imagen muy hermosa, san Francisco de Sales describía el Calvario como «el monte de los amantes».[54] Allí, y sólo allí, se comprende que «no se puede tener la vida sin el amor, ni el amor sin la muerte del Redentor; mas, fuera de allí, todo es o muerte eterna o amor eterno, y toda la sabiduría cristiana consiste en elegir bien».[55] De esta manera puede cerrar su Tratado remitiendo a la conclusión de un discurso de san Agustín sobre la caridad: «¿Qué hay más fiel que el amor, no al servicio de la vanidad, sino de la eternidad? En efecto, tolera todo en la vida presente, porque cree todo lo referente a la vida futura, y sufre todo lo que aquí le sobreviene, porque espera todo lo que allí se le promete; con razón nunca desfallece. Así, pues, perseguid el amor y, pensando devotamente en él, aportad frutos de justicia. Y cualquier alabanza que vosotros hayáis encontrado más exuberante de lo que yo haya podido decir, muéstrese en vuestras costumbres».[56]

Esto es lo que nos deja ver la vida del santo obispo de Annecy, y que se nos entrega nuevamente a cada uno. Que la celebración del cuarto centenario de su nacimiento al cielo nos ayude a hacer de ello devota memoria; y que, por su intercesión, el Señor infunda con abundancia los dones del Espíritu en el camino del santo Pueblo fiel de Dios.

Roma, San Juan de Letrán, 28 de diciembre de 2022.

FRANCISCO

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[1] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 336.

[2] Íd.,Lett. 2103:A Monsieur Sylvestre de Saluces de la Mente, Abbé d'Hautecombe(3 noviembre 1622), enŒuvres de Saint François de Sales, XXVI, Annecy 1932, 490-491.

[3] Íd.,Lett. 1961:À une dame(19 diciembre 1622), enŒuvres de Saint François de Sales, XX (Lettres, X:1621-1622), Annecy 1918, 395.

[4] Íd.,Traité de l’amour de Dieu, I, 15, ed.Ravier – Devos, París 1969, 395.

[5] Íd.,Entretiens spirituels,Dernier entretien[21], ed.Ravier – Devos, París 1969, 1319.

[6] Exhort. ap.Gaudete et exsultate(19 marzo 2018), 49:AAS110 (2018), 1124.

[7] Ibíd., 57:AAS110 (2018), 1127.

[8] Cf.ibíd., 37-39:AAS110 (2018), 1121-1122.

[9] S. Francisco de Sales, Entretiens spirituels, Dernier entretien[21], ed.Ravier – Devos, París 1969, 1319.

[10] Ibíd., 1308.

[11] Ibíd.

[12] Carta a Mons. Yves Boivineau, Obispo de Annecy,con ocasión del IV centenario de la consagración episcopal de san Francisco de Sales(23 noviembre 2002), 3:L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española (20 diciembre 2002), p. 10.

[13] S.Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 336.

[14] Benedicto XVI,Catequesis(2 marzo 2011):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española (6 marzo 2011), p. 11.

[15] S.Francisco de Sales,Fragments d’écrits intimes, 3:Acte d’abandon héroïque, enŒuvres de Saint François de Sales, XXII (Opuscules, I), Annecy 1925, 41.

[16] Cf.Discurso a la Comisión Teológica Internacional(29 noviembre 2019):L’Osservatore Romano(30 noviembre 2019), p. 8.

[17] S. Francisco de Sales,Lett. 165:À Sa Sainteté Clément VIII(fines de octubre de 1602), enŒuvres de Saint François de Sales, XII (Lettres, II:1599-1604), Annecy 1902, 128.

[18] H. Bremond,L’humanisme dévôt: 1580-1660, enHistoire littéraire du sentiment religieux en France: depuis la fin des guerres de religion jusqu’à nos jours, I, Jérôme Millon, Grenoble 2006, 131.

[19] S. Francisco de Sales,Lett. 168:Aux religieuses du monastère des «Filles-Dieu»(22 noviembre 1602), enŒuvres de Saint François de Sales, XII (Lettres, II:1599-1604), Annecy 1902,105.

[20] Benedicto XVI,Catequesis(2 marzo 2011):L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 marzo 2011), p. 12.

[21] S. Francisco de Sales,Lett. 1869:À M. Pierre Jay(1620 o 1621), enŒuvres de Saint François de Sales, XX (Lettres, X:1621-1622), Annecy 1918, 219.

[22] Ibíd.

[23] Íd.,Traité de l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 339.

[24 ]Ibíd., 347.

[25] Ibíd., 338-339.

[26] Cf.Discurso a los obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas, Bratislava (13 septiembre 2021):L’Osservatore Romano(13 septiembre 2021), pp. 11-12.

[27] Cf.ibíd.

[28] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed.Ravier – Devos, París 1969, 444.

[29] «Con afecto humano [Vulg:in funiculis Adam], con lazos de amor los atraía. Fui para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas y se inclina hacia él para darle de comer».

[30] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed.Ravier – Devos, París 1969, 444.

[31] Ibíd., II, 12, 444-445.

[32] Ibíd., II, 9, 434.

[33] Ibíd., II, 12, 446.

[34] Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor,Conversaciones con Austen Ivereigh, Simon & Schuster, Nueva York 2020, 4.

[35] S.Francisco de Sales,Introduction à la vie dévote, I, 1, ed.Ravier – Devos, París 1969, 31.

[36] Ibíd.,31-32.

[37] Ibíd., 32.

[38] Ibíd.

[39] Ibíd.

[40] Ibíd., 33.

[41] Ibíd.,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 23.

[42] Epíst. ap.Sabaudiae gemma,en el IV centenario del nacimiento de san Francisco de Sales, doctor de la Iglesia(29 enero 1967):AAS59 (1967), 119.

[43] Conc. Ecum. Vat. II,Const. dogm.Lumen gentium, 11.

[44] Exhort. ap.Gaudete et exsultate, 11:AAS110 (2018), 1114.

[45] Ibíd.

[46] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed.Ravier – Devos, París 1969, 682.

[47] Exhort. ap.Evangelii gaudium(24 noviembre 2013),6:AAS105 (2013), 1021-1022.

[48] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed.Ravier – Devos, París 1969, 682-683.

[49] Ibíd., 683.

[50] Exhort. ap.Evangelii gaudium,2:AAS105 (2013), 1019-1020.

[51] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 7, ed.Ravier – Devos, París 1969, 685.

[52] Ibíd., 684.

[53] Ibíd., VII, 8,687.688.

[54] Ibíd., XII, 13, 971.

[55] Ibíd.

[56] Discursos, 350, 3:PL39, 1535.

27/11/22

MENSAJE DE ADVIENTO DEL P. CORRECTOR GENERAL

 MENSAJE DE ESPERANZA Y SOBRE LA ESPERANZA

del Corrector General, P. Gregorio Colatorti,

a los Frailes, Monjas y Terciarios de la Orden de los Mínimos

 

“En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones, pues sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido” (I Tes 1, 2-4).

Queridos hermanos,

He escogido para este Adviento el tema de la esperanza. Es el tema que atraviesa este tiempo fuerte que nos disponemos a vivir y que estimula espiritualmente nuestra vida personal y comunitaria. Puede parecer un mensaje un poco extenso, pero la intención de la Curia y la mía es la de proponer alguna reflexión para todo el año al inicio este tiempo litúrgico y enviaros los mejores deseos de una buena preparación a Navidad.

O. La Iglesia está recorriendo el camino sinodal en este momento histórico, providencial, y nos pide una atención particular sobre la fraternidad y la comunión fraterna. Para recorrer este camino sugerimos que se establezca en las comunidades un diálogo fraterno según las tres palabras-guía: COMUNIÓN-PARTICIPACIÓN-MISIÓN, que comprenden las tres etapas de reflexión: NARRATIVA-SAPIENCIAL-PROFÉTICA. La primera se ha desarrollado el año pasado en toda la Iglesia. La indicación del Papa Francisco nos lleva a reflexionar sobre nuestra vida en cuanto religiosos y anunciadores del Evangelio en este tiempo en el que la Providencia divina nos ha enviado.

Las tres palabras comunión, participación, misión constituyen la finalidad de lo sinodal, y las otras tres: narrativa, sapiencial y profética describen el método para conseguirla. Adaptándolas a nuestra vida fraterna y comunitaria, primer principio del sínodo tanto para la comunidad como para la Iglesia, esas palabras pueden sugerirnos oportunas reflexiones para una mayor animación de la vida fraterna.

El año pasado me detenía en los momentos que habría que tener en cuenta a la hora de animar nuestra vida fraterna. Este año, y siguiendo el método de las tres palabras, quiero reflexionar sobre el cómo, a partir de la virtud fundamental que anima nuestro camino de conversión: la esperanza, pues de una verdadera vida de comunión fraterna brotará todo lo positivo que esperamos para nuestra familia religiosa: un testimonio más eficaz, un nuevo florecimiento vocacional y por tanto una mayor esperanza.

¿Cómo interpretar estas palabras en los contextos de nuestra vida fraterna?

Narrativa, equivaldría a encontrar en la vida comunitaria modos y tiempos para un diálogo más interpersonal, y encontrar diariamente su verificación efectiva mediante una auténtica comunión afectiva y espiritual.

Sapiencial, podría ser un tiempo de confrontación con la Palabra de Dios que ilumina el corazón y nos nutra de los mismos sentimientos de Cristo Jesús.

Profética, por otra parte, incrementar momentos de comunión fraterna como testimonio vivo e imagen del Reino de Dios (cfr. LG 44; VC 15, 21, 41, 42).

En cuanto a la actuación práctica me remito a la creatividad de los Correctores, confiando que produzca frutos para la comunidad y para el ministerio pastoral.

  1. La Encarnación: principio de una esperanza viva

1.1 La vida del hombre se caracteriza por un movimiento interior que anima la libertad al deseo irresistible de superar los propios límites hacia una vida realizada plenamente, a pertenecer a un proyecto mayor que dé sentido definitivo a la existencia y la mueva en un camino dinámico de crecimiento. Dios ofrece al hombre la esperanza de colmar este deseo supremo y transcendente en el Hijo encarnado, el cual al realizar la presencia de Dios en el hombre y manifestar su voluntad satisface la tensión transcendental, colmando la imposibilidad del hombre de conocer a Dios y la distancia entre Él y el hombre: “Para nosotros los cristianos, el mundo es fruto de un acto de amor de Dios, que hizo todas las cosas y del que ÉL se alegra porque es “algo bueno, algo muy bueno”, como nos recuerda el relato de la Creación (cfr. Gn 1, 1-13). Por ello Dios no es el absolutamente Otro, innombrable y oscuro. Dios se revela y tiene un rostro. Dios es razón, Dios es voluntad, Dios es amor, Dios es belleza. La fe en el Espíritu Creador y la fe en el Espíritu que Cristo Resucitado dio a los Apóstoles y nos da a cada uno de nosotros, están entonces inseparablemente unidas… La expresión” Jesús es Señor” se puede leer en los dos sentidos: Jesús es Dios, y, al mismo tiempo, Dios es Jesús. El Espíritu Santo ilumina esta reciprocidad: Jesús tiene dignidad divina, y Dios tiene el rostro humano de Jesús. Dios se muestra en Jesús, y con ello nos da la verdad de nosotros mismos. Dejarse iluminar profundamente por esta palabra es el acontecimiento de Pentecostés” (Benedicto XVI, Homilía de Pentecostés, 12 junio 2011).

1.2 Dios se hace prójimo, y por este acercamiento a nosotros el reino de Dios está en medio de vosotros (cfr. Lc 17, 21). Con este acto de amor ofrecido, la misma vida y libertad de Dios se ponen a disposición del hombre para entrar en comunión con Él, y la revelación – acción de Cristo – satisface definitivamente toda esperanza, toda espera, toda búsqueda de libertad y felicidad. Por lo demás Dios ofrece al hombre poder formar parte de un proyecto mayor, un proyecto eterno, capaz de dar sentido a su vida y una cierta plenitud que el hombre por sí mismo no puede esperar. Por medio de Cristo, Dios está con nosotros, se hace compañero de cada uno de nosotros, y con su vida nos da el valor de afrontar toda limitación, la gracia en el Espíritu de superar la oscuridad, pues Cristo ha vencido la muerte con la encarnación y con su sacrificio. Cristo ha abierto al hombre la puerta del mundo sobrenatural y la capacidad de superar lo meramente natural: “El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). La acción salvífica de Cristo realiza plenamente la esperanza para todo cristiano, una esperanza viva, encarnada definitivamente, es decir, la esperanza de una vida nueva ya ofrecida; el futuro de la salvación ya ha iniciado en la vida de la humanidad, en la vida de cada uno, hoy y aquí. La Encarnación de Cristo es ofrecimiento de una comunión perfecta con Dios: “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (Atanasio de Alejandría).

En el acontecimiento de la Transfiguración del Tabor la transfiguración de la humanidad queda definitivamente desvelada y revelado el proyecto salvífico de Dios: el hombre está llamado a la gloria divina, y la semilla sembrada por Cristo se transforma en vida para nosotros cuando decidimos vivir según su Palabra. El anuncio de salvación, fuente de toda esperanza, se completa y se realiza plenamente en la Resurrección, prefigurada en la transfiguración.

Por los sacramentos de la esperanza, dones de Cristo Encarnado y Resucitado, el cristiano alcanza en concreto la pasión de lo posible, es decir, el conocimiento de que el mal y el pecado por muy arraigados que estén en la vida del mundo pueden ser borrados: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mi” (Jn 14, 1). Por medio de la Encarnación nosotros podemos ver las obras de Dios y conocer el origen de nuestra esperanza más profunda; la salvación que nosotros deseamos ya se ha realizado; el hombre a lo largo de la historia y por la Palabra está llamado a completarla siguiendo el camino trazado por Jesús. El auténtico anuncio del cristiano es anuncio de esperanza y esta esperanza no puede cesar, pues es esperanza, es ya pero todavía no, movimiento dinámico de empezar cada día: “Por Jesús el Reino de Dios se acerca. El fin de la historia entra en el tiempo. El movimiento de su experiencia se mueve desde la escatología hasta el presente de la historia. Jesús da sentido al presente desde el final” (H. Bourgeois).

1.3 En tiempos de desórdenes políticos, económicos y sociales para la humanidad, y de angustia para nuestra familia religiosa, tenemos que renovar nuestra esperanza y confiar en el Señor que puede cambiar nuestro corazón y nuestro tiempo.

El hecho de pertenecer a Cristo y al Padre abre nuestro corazón al primer motivo de esperanza: somos posesión de Dios y de su gran proyecto. Pero la esperanza no es espera vacía sino espera activa. San Pablo en la exhortación a los Tesalonicenses lo expresa añadiendo a las tres virtudes teologales el sentido de la responsabilidad del creyente: actividad de la fe, esfuerzo del amor y firmeza de la esperanza.

Más aún, en el saludo de S. Pablo las tres virtudes están intrínsecamente relacionadas y en orden de proporción. Si la fe es el principio, la caridad es el fin último, amor del mismo Dios Padre, fuente y objeto del anuncio del Hijo y de los discípulos como misión de esperanza encomendada a cada uno de nosotros: “La promesa de futuro de Dios a los creyentes que responden con su esperanza no consiste en tal o cual acontecimiento, en esto o aquello, sino en la presencia divina o en la comunión con ella. El futuro para los cristianos es corresponder. Consiste en la certeza de que Dios no defrauda, aunque los hombres no sepan el modo de su realización” (H. Beurgeois). Esta esperanza más que proyectarla a después de la muerte, anima ahora al cristiano, lo envía, no lo recluye en un devocionismo espiritualmente alienante, ni reduce por optimismo dificultades y experiencia de pobreza ni se desinteresa y sin participa activamente, sino que consciente y con la esperanza sale al encuentro sabiendo que el amor de Dios es más fuerte: “Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado” (Rm 8, 37).

Fortalecer las virtudes propias de nuestro camino cristiano y religioso en este momento difícil para la humanidad y para nuestra familia religiosa, equivale a saber anunciar esta esperanza hoy al hombre, e incrementarla en nosotros es manantial de fuerza, valor, perseverancia y vigilancia, virtudes con las que se reviste la esperanza que se anuncia. Que nuestro corazón se abra a la esperanza de grandes obras, basadas en la esperanza que viene de Dios y de su intervención para su familia.

2. “Levantaos. No temáis”: abrir los horizontes, fruto de la esperanza.

2.1 A veces puede espantar la magnitud del anuncio que Cristo nos ha confiado, como sucedió a Pedro, Santiago y Juan en el Tabor: “Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto” (Mt 17, 6). Puede desanimar la tarea del anuncio, ante la enorme distancia existente entre las limitaciones de nuestra humanidad y la llamada de Dio, asombro aumentado en este período del creciente secularismo y hedonismo.

La esperanza tiene su origen en Dios y se manifiesta con toda su fuerza y queda bien descrita en un gesto simbólico: el mismo Jesús se acerca a los apóstoles invitándolos a confiar en Él: “Levantaos. No temáis”. Esta invitación resuena como la del resucitado invitando a la paz en el momento en el que los discípulos por miedo estaban aterrorizados (Cfr. Lc 24, 36). Pedro, Santiago y Juan se levantaron, y al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús, solo (Mt 17, 8). El solo subrayado por el evangelista es una invitación a poner la mirada en Jesús para no tener miedo, en Jesús solo que puede dar esperanza, porque Jesús está solo cuando lleva el peso de nuestra fragilidad y del miedo que acompaña.

El episodio evangélico es hoy una invitación a reanimarnos siguiendo el ejemplo de Jesús que no nos abandona. Él está con nosotros y nos reanima; Él ha completado lo necesario para salvarnos y darnos la vida de Dios, y es el único que puede ofrecernos esta gracia.

Tenemos que reconocer que nuestro anuncio a menudo está sometido a prueba no solamente por las dificultades de la sociedad en la que vivimos, sino también por un exceso de actividad que es fruto de un anuncio sin esperanza. Esas dificultades como consecuencia nos llevan a no sentirnos interpelados constantemente por la invitación de Jesús a reanimarnos. Esa actividad a su vez es fruto de desahogo por la falta de esperanza, como analgésico hasta transformar nuestra actividad en rutina vacía. Nuestro deseo de conversión tendría que hacernos conscientes de esto que sucede porque en muchos casos hemos abandonado el corazón de nuestro anuncio: la comunión personal con Cristo.

2.2 El hecho de no sentir la mirada amistosa y estimulante de Jesús tiene como consecuencia el temor y la huida, como sucedió a Jonás ante las dificultades y el miedo de tener que anunciar algo muy distante de lo que hoy espera la sociedad.

Llagados a este punto deberíamos preguntarnos sobre quién anuncia y quien escucha, quien es testimonio de quien. Dios ha tenido en cuenta también nuestra debilidad y miseria.

Tenemos a Jonás como figura profética de referencia. Jonás huye de la misión que Dios le ha encomendado por miedo a tener que anunciar en Nínive verdades muy lejanas a la mentalidad de los Ninivitas, y porque verdaderamente no concuerda con la voluntad misericordiosa y salvífica de Dios (Cfr. Jon 1, 3; 4, 1-4), que vuelve a ponerle en un camino de vuelta sobre sus andadas.

- El camino de salvación-conversión comienza en la nave zarandeada por la tempestad y suscitada por Dios para que Jonás reconsidere su actitud ante la misión recibida. Es curioso que precisamente en este momento el testimonio de una verdadera fe provenga de los marineros paganos que reclaman a Jonás que ruegue a Dios para que cese la tempestad y los salve. Pero la tempestad todavía no es suficiente para la conversión de Jonás, y Dios tiene que enviar el pez. Una vez que la tempestad le hace dudar de su seguridad, Jonás se encuentra solo consigo mismo en oración cara a cara con Dios.

- El segundo encuentro y la nueva petición a anunciar la conversión a los Ninivitas suscita la disponibilidad de Jonás a cumplir la misión. Inesperadamente para Jonás los Ninivitas se convierten desmintiendo los miedos de Jonás. Pero éste no comparte el perdón ofrecido por Dios a los Ninivitas y se entristece por su salvación.

- Finalmente en el tercer encuentro Dios expresa su gran misericordia y revela el porqué de su acto de amor hacia los Ninivitas, los cuales, aunque no pertenezcan al pueblo de Israel son objeto de su atención. Tiene compasión de los Ninivitas a pesar de que, como el mismo Jonás, “no distinguen la derecha de la izquierda” (Jon 4, 11), es decir entre una vida verdaderamente feliz y una vida que conduce a la tristeza y a la angustia.

La experiencia de Jonás es para nosotros paradigma de la conversión a la que estamos llamados para ser anunciadores de la misericordia de Dios. La tempestad es necesario pasaje obligatorio de purificación. En la tempestad las razones profundas salen a flote y Jonás tiene que buscar otras razones más sinceras y más fuertes, como sucede en la dinámica de la madurez del hombre, y encuentra la unidad de sus razones como profeta en el abandono renovado en Dios que le ayuda a superar miedos, angustias y desesperación. Aprende a anunciar la misericordia de Dios porque finalmente, cara a cara con Él, ha aprendido a reconocer la necesidad de esa misericordia que Dios ha tenido con él. Centrar su vida y su misión en Dios conduce a encontrar el valor para anunciar la conversión y la fuerza de ir contracorriente.

2.3 En los dos textos bíblicos citados, los marineros que invitan a Jonás a volver a su Dios y Jesús que invita a bajar del monte, podemos encontrar otra reflexión: a abrir nuestros horizontes, interpretar la tempestad y a saber estar entre la multitud como invitación a anunciar la esperanza a todo hombre. La Encarnación y la salvación realizada por la muerte y resurrección de Jesús, anuncio de un reino del que Dios es Padre de todos y por Cristo ofrece la salvación a toda criatura, tiene que llevarnos a no excluir a nadie de nuestro anuncio. Nadie queda excluido de la esperanza, ni siquiera los casos más desesperados; más bien, estos son los destinatarios predilectos de Jesús, y es precisamente por medio de los últimos que se revela el verdadero sentido del Reino de Dios. Nadie está excluido del amor misericordioso de Dios, nadie está lejos o fuera, nadie es extraño, ni diferente por raza, color, religión o estado social.

Las necesidades actuales y la continua evolución de la sociedad, junto a la secularización creciente, son parte de nuestra tempestad y nos reclaman confrontarnos con ellas y buscar nuevos modos y medios de anunciar la salvación. Estamos como Pablo en Filipo, en la región pagana de Macedonia, en donde Pablo y los suyos empiezan a predicar a las mujeres que lavan la ropa en el río. La experiencia de que la única certeza que tenemos viene de Dios podría avalar un nuevo conocimiento y maduración del anuncio, si nos esforzamos en proponer y no imponer el mansaje de salvación.

3 Los Mínimos, profetas de esperanza.

La tempestad suscitada por Dios contra Jonás no es castigo o venganza, es un camino, un toparse con la realidad para que se convierta purificando sus intenciones. Las tempestades y las dificultades que atravesamos hoy son, pues, ocasión para volver a la misión de anunciar la Palabra, dejándose interpelar por ella para ser profetas con nuestra vida. Animados de la gran esperanza de que Dios está a nuestro lado, que Él nos ha encomendado la misión, que la Palabra que anunciamos es eficaz por sí misma dispongámonos para hacerla eficaz en nosotros.

Tras el ejemplo de Jonás sintamos el reclamo a la conversión personal como primer paso para una conversión comunitaria, fuente de la eficacia de nuestra misión y signo visible de la unidad del reino de Dios.

3.1 Nuestro carisma específico exige de nosotros que estemos libres de todo condicionamiento humano y nos abandonemos confiadamente en el amor de Dios-caridad, finalidad última de nuestro carisma Mínimo.

El primer paso consiste en reconocerse criaturas limitadas y necesitadas del perdón de Dios. Pero es necesario que siguiendo el ejemplo de Jesús y de nuestro Fundador San Francisco de Paula estemos animados por la virtud de la humildad, puerta y camino que lleva a todas las demás virtudes. Virtud de la humildad que no es negar los dones que hemos recibido, sino la capacidad de tener una visión realista de sí mismo. Aquella humildad, fruto de la continua búsqueda de corresponder al proyecto de Dios y de realizar la felicidad a través del encuentro y la comunión perfecta entre la naturaleza humana y la vida de Dios.

3.2 La humildad como virtud proactiva no lleva a dejarse pisotear por los propios puntos débiles, sino que consiste en saber transformar nuestras debilidades en puntos de fuerza. Un cartujo anónimo escribía: “Las tentaciones, distracciones, dificultades internas y externas que hasta ahora he considerado como obstáculos serán en adelante un medio de elevación. Hasta ahora todo esto me ha frenado y desanimado, pero desde ahora todo eso me servirá como trampolín para elevarme a Dios alejándome de las criaturas. No lo veré más que como una invitación apremiante para unirme más a Dios por medio de un acto de fe, confianza, amor y abandono. Estas experiencias dolorosas se transformarán en gracia, pues me forzarán a salir de mí mismo para sólo vivir en Dios… A veces nada me ha turbado tanto como mis caídas y mis debilidades; desde ahora en adelante me gloriaré de ellas: Muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo (2 Co 12, 9). Me servirán a fin de que Cristo viva en mí. Y siempre recurriendo al acostumbrado sistema: consolidar la relación con Dios por medio de la fe, esperanza, caridad no obstante la naturaleza…De esta manera espero que un día se realizará, por gracia inefable, la fusión de mi alma con Dios” (Anónimo Cartujo).

A menudo constatamos nuestras limitaciones que motivan desaliento y debilidad; es como un círculo vicioso: disminuye la esperanza, debilita nuestro anuncio, desvía los motivos y enflaquece el testimonio. Hoy más que nunca hay necesidad de un testimonio no centrado en la perfección, a menudo exterior, sino en saber sacar fuerza de la debilidad y activar un proceso de superación que sólo es posible si se permanece en comunión con Dios.

3.3 El primer anuncio del Mínimo convertido y renovado para encontrar este equilibrio es la humildad. Permanecer constante en tiempos de crisis ante la pequeñez de sí mismo y frente a la grandeza de Dios, a su proyecto sobre nosotros y a la misión de anunciarlo que se nos ha confiado. Pero precisamente el conocimiento de los propios límites lleva a la aceptación de la misericordia de Dios y a experimentar la grandeza de su amor-caridad. La humildad de la cueva abre el corazón de los pastores a la comprensión y les lleva a anunciar lo que han visto y oído, y finalmente a volver al mundo dando gloria y alabanza a Dios (Cfr. Lc 2, 8-21). La humildad que se pide a los Magos, sabios de los cuatro ángulos de la tierra, de seguir las señales que les acompañaba, llenos de inmensa alegría, y que al final los conduce a postrarse y adorar al niño y completar su camino de búsqueda termina en una alegría mayor: el encuentro con Dios. Punto de salida y de llegada del camino personal de conversión y anuncio es, pues, la caridad, que es para el camino mapa de ruta de la autenticidad de uno y otro. Nuestro camino de fe, como la estrella para los Magos, está iluminado por el Evangelio de las Bienaventuranzas, que en este contexto de sencillez-humildad elevan nuestra esperanza hacia el cielo y son el programa de la vida para el cristiano, síntesis de la caridad de una vida verdaderamente feliz.

3.4 Nuestro Padre S. Francisco, movido por el Espíritu ha sabido trazar en la Regla este camino ofreciéndonos un ejemplo vivo. Nos ha proporcionado el camino de una penitencia espiritual que tenga como meta la caridad, más allá de la penitencia física como preparación del cuerpo para escuchar al espíritu. Centro de toda la espiritualidad penitencial es el VIII Capítulo de la Regla donde junto al silencio evangélico, el examen diario de conciencia ante la Palabra de Dios, la evaluación de sí mismos, se une la oración pura y asidua que puede penetrar allí donde la carne no alcanza, pues abre el corazón a la contemplación de Dios y a dejarse iluminar en nuestros motivos profundos por su voluntad salvífica. La penitencia como ascesis por tanto tiene una salida necesariamente místico-contemplativa, sin la cual la penitencia misma no tendría sentido, ni tan siquiera como penitencia vicaria, pues estaría privada de un verdadero y profundo anhelo de caridad: “Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría” (I Co 13, 3). Nuestro sacrificio penitencial encuentra significado en el sacrificio de Cristo: pues Él en la hora de la pasión nos revela la forma más alta de la caridad. Renovando su abandono en Dios y su total ofrecimiento vence a la muerte y sus efectos con todas sus consecuencias: miedo, angustia y soledad, animando la esperanza con la caridad. Abandonándose en Dios nos muestra que la confianza en Él abre nuestra vida al milagro que se cumpla lo que humanamente es imposible, pero también lo que es posible al hombre animado de la gracia de Dios: todo lo puedo en aquel que me conforta (Flp 4, 13).

El proceso de transformación del corazón, fruto de deseo de conversión personal y de la gracia de Dios es, pues, un pesaje fundamental e ineludible para una verdadera conversión comunitaria. El camino de penitencia-conversión que lleva a la caridad es, pues, el primer grado que lleva a descubrir en nosotros el amor de Dios, a vivirlo y por consiguiente a ofrecerlo. Únicamente quien recorre este camino, según el ejemplo de Francisco de Paula, puede de verdad ser: benigno, modesto y ejemplar (IV R VIII, 37), virtudes en que se fundamenta la relación comunitaria, a la vez que resumen la actitud de apertura caritativa hacia los demás. Y que esta apertura caritativa hacia los demás sea una necesidad lo exige nuestra misma fe, animada de la esperanza y movida por la caridad. El Mínimo, como todo cristiano, por medio de la oración entra en comunión con Cristo, se siente parte de toda la humanidad redimida que como una familia unida camina hacia Dios; las penas y padecimientos de los demás, su pecado y sus debilidades le pertenecen como pertenecen a Cristo, vive de la esperanza de la salvación de los hermanos como de la suya propia, abriéndose a la dimensión universal de la salvación como es universal en Cristo mismo. Lo que Jesús ha completado por cada uno de nosotros, es, en fin, fuente de esperanza y mueve a orientar nuestro espíritu hacia lo alto, mirando a Dios, y al hermano.

3.5 La comunidad es el laboratorio de esta profunda relación que nos permite llegar a un nivel alto de comunión. En ella estamos llamados a poner en práctica nuestra virtud precisamente en el momento en el que flaquea. Hay que admitir que las relaciones comunitarias son hoy nuestro desierto, la tempestad de Jonás, que nos afecta muy de cerca y pone a prueba individuos y comunidades. Tenemos que hacer que estas debilidades con Cristo se transformen en fuerza, reflexionando sobre nosotros mismos y descubriendo los motivos. Corresponde a nosotros escoger si en este desierto queremos ver una prueba inevitable y sin esperanza, o bien, como Jesús en el desierto discernir lo que Dios quiere ponernos delante para purificar nuestras intenciones, alimentar la esperanza que viene de arriba y superar las limitaciones de nuestra visión personal. Por desgracia una ascética mal entendida ha dado pábulo a la falsificación de la esperanza, transformándola en motivos de evasión, resignación, inactividad, y hay la tentación de seguir esta ascética replegada sobre sí misma e infructuosa. No podemos permitir que la tempestad y el desierto desanimen nuestro corazón y transformen el esfuerzo por el reino en un encerrarnos en nosotros mismos y en el desaliento. El empeño que la esperanza nos pide, es, ante todo, un empeño a la interioridad solicitada por la gracia de Dios, y al deseo diario de dejarse configurar con Cristo: “Todo el que tiene esta esperanza se purifica a sí mismo, como él es puro” (I Jn 3, 2-3). Desentenderse del otro es fruto de desesperación y de angustia, de encerrarse en sí mismo, como sin futuro, y de quien se lanza sin esperanza alguna en un activismo que huye de la realidad y de la verdad, pero es también un activismo sin esperanza y sin alegría, último tentativo de exorcizar la angustia y la desesperación, sin un verdadero compromiso por el reino. Las dificultades que encontramos con los demás, especular sobre las que tenemos con nosotros mismos, tendrían que llevarnos a analizar qué relación tenemos con nosotros mismos y con Cristo, a preguntarnos si el modelo sobre el que se inspiran nuestras relaciones es evangélico o bien evangélico según cada uno.

La confrontación con Dios y su misericordia es un camino de sacrificio, pero es el camino para encontrar plenitud de vida en comunidad, esperanza, frescor y energía para el anuncio. En un camino de conversión personal y comunitaria experimentamos el perdón de Dios que supera con su misericordia nuestro pecado: Dios es mayor que nuestro corazón y lo conoce todo (I Jn 3, 20) y permanece junto a nosotros, aunque nos alejemos. Abandonemos, pues, el temor, el miedo al juicio o la convicción de ser perfectos, y poniéndonos ante Dios confiemos en su mirada compasiva: la mirada de Dios. Dejemos de juzgar a los demás, tengamos la mirada misericordiosa con la que Dios nos mira a nosotros.

4 El grano de mostaza en el campo

4.1 Ciertamente somos una pequeña familia, la más pequeña de todas las semillas; es verdad que el número frena muchos de nuestros deseos y expectativas. Pero a la hora de anunciar el reino el número no cuenta. Los doce apóstoles han sido capaces de anunciar el Evangelio a todo el mundo y el pequeño grano se ha convertido en un árbol con frutos que alimentan y reparan. Pero, como los discípulos tenemos que cualificar nuestro anuncio centrándolo en sus fundamentos y mirando a Cristo solo.

Nuestro anuncio, como Mínimos, se basa en el anuncio del Evangelio de la penitencia-conversión que requiere ante todo una fe adulta. Para poderlo encarnar cada uno de nosotros debe morir a sí mismo como la pequeña semilla y abandonarse a la voluntad de Dios mediante la continua conversión a esa voluntad, debe tener conciencia de ser enviado aquí y ahora por el Señor que le ha llamado para ser la levadura que una mujer amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta (Cfr. Mt 13, 33).

4.2 Hay otro motivo que alimenta nuestra esperanza. Si bien el carisma de conversión sea propio del cristiano en toda época, en cuanto criatura llamada a ser a imagen y semejanza de Dios, hoy más que nunca hay necesidad de este anuncio en una sociedad en la que la secularización avanza velozmente y con ella aumentan pobrezas y miserias humanas.

4.3 Pero el anuncio de la vida en Cristo sólo puede ofrecerse con la vida, y, como pequeña familia, estamos llamados hoy más que nunca a lo que Benedicto XVI define el destino del grano de trigo: “Por eso Cristo se sumerge en el destino del grano de trigo que muere para que la cáscara se abra y pueda brotar el buen fruto. Por eso Cristo entra en el misterio de la Cruz, para que al ser elevado en alto se haga visible a todo el mundo y hable a todos para dar a todos más que palabras: darse a sí mismo y en sí mismo la vida del Dios vivo” (Benedicto XVI).

Si bien es Cristo que nos da la vida de Dios por medio de su misión, todo discípulo está llamado a dar su propia vida por el hecho ser discípulo, es decir, a trasformar su vida entregada para favorecer el anuncio. Solamente esta identificación hace que el anuncio sea vital y eficaz: “Tampoco a los discípulos les está permitido identificarse con meras palabras. Solamente pueden anunciar a Cristo si configuran su vida con la suya, si con Él se abandonan a la ley del grano de trigo que muere, llevando de esta manera la Palabra viva, es decir, a Él mismo a través de su vida. Puesto que las cosas son así, el mensajero de Jesucristo no puede reducirse a un mero hablar, ni a cosa de un especialista de determinada teoría. Precisamente por esto el servicio del mensajero es un servicio sacramental, es decir, un misterio en el que hablar y ser son una misma cosa” (B XVI).

Movidos por la voluntad de Dios y permaneciendo en continua relación con Él, nuestro anuncio se traduce en anuncio de la creación a imagen y semejanza de Dios, que conduce a descubrir las virtudes antropológicas y teológicas, y considerarlas parte integrante de la persona somático-psicológico-espiritual. El pueblo de Nínive no pertenece al pueblo de Israel, y sin embargo es objeto del cuidado de Dios, no sólo como signo de que la salvación es para todos, sino porque la esperanza cristiana es ante todo liberación de toda esclavitud autoimpuesta o forzada, liberación de las injusticias y de las violencias pequeñas o grandes que sean. La esperanza del cristiano es esperanza para todos a fin de que la persona humana pueda alcanzar un desarrollo íntegro, que se da únicamente en el encuentro con Dios, descubriendo la creación según su imagen y semejanza. El anuncio verdadero dirigido a la persona concreta requiere que nos empeñemos en leer los signos de los tiempos con la sabiduría de Dios, la ayuda de las ciencias humanas y el magisterio de la Iglesia, aparcando visiones demasiado personales que a menudo son reductivas, fruto de nuestra estrecha experiencia personal, no sirven más que para alimentar divisiones y desaliento, pero no fruto de una la pastoral común ni de una orientación común a raíz de la Palabra de Dios. Es, pues, necesario que nos alimentemos de la Palabra de Dios con la meditación que ilumina, pero también con el conocimiento de la Regla como medio que unifica intentos y dones en el anuncio carismático. Volver a nuestras fuentes y conocerlas mejor no sólo es un buen método sino que también nos hace más auténticos al compartir el carisma de Francisco de Paula, verdad y autenticidad de nuestro anuncio.

Queridos hermanos,

La esperanza ha sido la palabra más repetida y conjugada en todos los modos en la asamblea anual de los Superior Generales (23-25 de noviembre 2022) con el tema Todos hermanos: Llamados a ser artesanos de la paz.

En la historia actual, amenazada por tantas guerras y situaciones de conflicto, no podemos resignarnos; tenemos que trabajar y caminar juntos para construir y tejer relaciones de verdadera amistad y fraternidad por encima de cualquier discriminación social, religión, raza e ideología.

En este período litúrgico invoquemos al Señor que viene siempre:

Enciende en nosotros la llama de la esperanza para ofrecer con paciente perseverancia soluciones de diálogo y reconciliación con el fin de que se imponga la paz. Señor, ¡que desaparezcan del corazón de todo hombre las palabras: división, odio, guerra! Desarma la lengua y las manos; renueva los corazones y las mentes para que la palabra “hermano” nos una, y el estilo de nuestra vida refleje: shalom, paz, Salam! Amen” (Papa Francisco, 8-6-2014).

Roma, 27 de noviembre de 2022, primer domingo de Adviento