Éstas las hallamos sobre todo durante la infancia, por ejemplo cuando el pequeño Francisco rehúsa la invitación de la Madre a cubrirse la cabeza mientras está recitando el rosario en la iglesia: “Madre mía, si en este momento yo hablase con la reina de Nápoles, ¿me dirías que tuviese la cabeza cubierta? Pues bien, ¿no es mucho más importante la reina del cielo con la que hablamos?”
ÍNDICE TEMÁTICO
- ADVIENTO
- AÑO MARIANO
- CANARIAS
- CARISMA
- CONTACTO
- CORPUS CHRISTI
- CUARESMA
- DEVOCIONARIO
- FRAILES
- HOMILÍAS
- IMÁGENES
- INFANTIL
- INTENCIONES DEL PAPA
- LECTIO DIVINA
- MADRE Mª DEL SOCORRO
- MONJAS
- NAVIDAD
- NOTICIAS
- NOVENARIO ALAQUÀS
- OMS ALAQUÀS
- PASCUA
- PENTECOSTÉS
- PETICIONES DE ORACIÓN
- REGLA OMS
- SAN FRANCISCO DE PAULA
- SANTORAL
- SEGLARES
- TRECENARIO
- TRIDUO BEATO GASPAR DE BONO
- V CENTENARIO CANONIZACIÓN
- VI CENTENARIO
- VICTORIA
- VIDA CUARESMAL
- VOCACIONES
8/9/23
¡FELIZ DÍA DE NTRA. SRA. DE LA VICTORIA!
29/12/22
IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN FRANCISCO DE SALES, PATRONO DE LA ORDEN MÍNIMA SEGLAR
En la conmemoración del cuarto centenario de la muerte de San Francisco de Sales, patrono de la Orden Mínima Seglar como terciario que fue, el papa Francisco ha publicado una carta apostólica que copiamos a continuación.
CARTA APOSTÓLICA
TOTUM AMORIS EST
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE
DE SAN FRANCISCO DE SALES
«Todo pertenece al amor».[1] En estas palabras podemos recoger la herencia espiritual legada por san Francisco de Sales, que murió hace cuatro siglos, el 28 de diciembre de 1622, en Lyon. Tenía poco más de cincuenta años y, durante los últimos veinte años, había sido obispo y príncipe “exiliado” de Ginebra. Había llegado a Lyon después de su última misión diplomática. El duque de Saboya le había pedido que acompañara al cardenal Mauricio de Saboya a Aviñón. Juntos habrían rendido homenaje al joven rey Luis XIII, que regresaba a París, subiendo el valle del Ródano, luego de una victoriosa campaña militar en el sur de Francia. Cansado y con la salud deteriorada, Francisco se había puesto en camino por puro espíritu de servicio. «Si no fuera tan útil a su servicio que yo haga este viaje, tendría, ciertamente, muy buenas y sólidas razones para eximirme de él; pero, si se trata de su servicio, vivo o muerto, no me echaré atrás, sino que iré o me haré arrastrar».[2] Este era su carácter. Finalmente, cuando llegó a Lyon se alojó en el monasterio de las Visitandinas, en la casa del jardinero, para no causar demasiadas molestias y, al mismo tiempo, ser más libre para encontrarse con quien lo necesitara.
Poco impresionado desde hacía bastante tiempo por «las débiles grandezas de la corte»,[3] también había consumado sus últimos días llevando adelante el ministerio de pastor en una sucesión de compromisos: confesiones, coloquios, conferencias, predicaciones y las últimas, infaltables, cartas de amistad espiritual. La razón profunda de este estilo de vida lleno de Dios se le había hecho cada vez más nítida a lo largo del tiempo, y él la había formulado con sencillez y precisión en su célebreTratado del amor de Dios: «Tan pronto como el hombre fija con alguna atención su pensamiento en la consideración de la divinidad, siente cierta dulce emoción en su corazón, que muestra que Dios es Dios del corazón humano».[4] Es la síntesis de su pensamiento. La experiencia de Dios es una evidencia del corazón humano. Esta no es una construcción mental, más bien es un reconocimiento lleno de asombro y de gratitud, que resulta de la manifestación de Dios. En el corazón y por medio del corazón es donde se realiza ese sutil e intenso proceso unitario en virtud del cual el hombre reconoce a Dios y, al mismo tiempo, a sí mismo, su propio origen y profundidad, su propia realización en la llamada al amor. Descubre que la fe no es un movimiento ciego, sino sobre todo una disposición del corazón. A través de ella el hombre confía en una verdad que se presenta a la conciencia como una “dulce emoción”, capaz de suscitar un correspondiente e irrenunciable bien-querer por cada realidad creada, como a él le gustaba decir.
A esta luz se comprende cómo para san Francisco de Sales no hay mejor lugar donde encontrar a Dios y ayudar a buscarlo que en el corazón de cada mujer y hombre de su tiempo. Lo había aprendido desde su temprana juventud, observándose a sí mismo con fina atención y escrutando el corazón humano.
En el último encuentro de esos días en Lyon, y con el sentido íntimo de una cotidianidad habitada por Dios, había dejado a sus Visitandinas la expresión con la que posteriormente había querido que fuera sellada su memoria: «He resumido todo en estas dos palabras, cuando os he dicho: nada pedir, nada rehusar. No tengo más que deciros».[5] Sin embargo, no se trataba de un ejercicio de mero voluntarismo, «una voluntad sin humildad»,[6] aquella sutil tentación del camino hacia la santidad, que la confunde con la justificación por medio de las propias fuerzas, con la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, «que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor».[7] Mucho menos se trataba de un mero quietismo, de un abandono pasivo y sin afectos en una doctrina sin carne y sin historia.[8] Nacía más bien de la contemplación de la misma vida del Hijo encarnado. Era el 26 de diciembre, y el santo hablaba a las hermanas en el corazón del misterio de la Navidad: «¿Veis al Niño Jesús en el pesebre? Acepta todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo lo que su Padre permite le suceda. No está escrito que haya extendido alguna vez sus manos a los pechos de su Madre, se abandonaba totalmente a su cuidado y previsión, sin rehusar los pequeños alivios que ella le daba. Del mismo modo nosotros no debemos desear ni rehusar nada, sino aceptar igualmente todo lo que la Providencia de Dios permita que nos suceda, el frío y las inclemencias del tiempo».[9] Es conmovedora su atención en reconocer el cuidado de lo que es humano como indispensable. En la escuela de la encarnación había aprendido a leer la historia y a habitarla con confianza.
El criterio del amor
Por medio de la experiencia había reconocido el deseo como la raíz de toda vida espiritual verdadera y, al mismo tiempo, como lugar de su falsificación. Por eso, recogiendo a manos llenas de la tradición espiritual que lo había precedido, había comprendido la importancia de poner constantemente a prueba el deseo, mediante un continuo ejercicio de discernimiento. El criterio último para su evaluación lo había redescubierto en el amor. En esa última estadía en Lyon, en la fiesta de san Esteban, dos días antes de su muerte, había dicho: «El amor es lo que da valor a nuestras obras. Os digo más aún: una persona que sufre el martirio por Dios con una onza de amor, merece mucho, pues la vida es lo más que se puede dar; pero si hay otra persona que sólo sufre un golpe con dos onzas de amor tendrá mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los que dan el valor a nuestras obras».[10]
Con sorprendente concreción había continuado ilustrando la difícil relación entre contemplación y acción: «Sabéis o debéis saber que la contemplación es mejor que la acción y la vida activa; pero si en esta hay más unión [con Dios], entonces es mejor que aquella. Si una hermana que está en la cocina manejando la sartén junto al fuego tiene más amor y caridad que otra, el fuego material no le quitará el mérito, al contrario, le ayudará y será más grata a Dios. Con bastante frecuencia se está tan unido a Dios en la acción como en la soledad. En fin, vuelvo siempre a la cuestión, donde se encuentre más amor».[11] Esta es la verdadera pregunta que disipa instantáneamente toda rigidez inútil o todo repliegue sobre sí mismo: interrogarse en todo momento, en toda decisión, en toda circunstancia de la vida dónde reside el mayor amor. No es casualidad que san Francisco de Sales haya sido llamado por san Juan Pablo II «doctor del amor divino», [12] no fue sólo porque escribió un magnífico Tratado sobre este tema, sino sobre todo porque fue testigo de ese amor. Por otra parte, sus escritos no se pueden considerar como una teoría redactada en un escritorio, lejos de las preocupaciones del hombre común. Su enseñanza, en efecto, nació de una escucha atenta de la experiencia. Él no hizo más que transformar en doctrina lo que vivía y leía en su singular e innovadora acción pastoral, gracias a una agudeza iluminada por el Espíritu. Una síntesis de este modo de proceder se encuentra en el Prólogo del mismo Tratado del amor de Dios: «Todo en la Iglesia es para el amor, en el amor, por el amor y del amor».[13]
Los años de la primera formación: la aventura de conocerse en Dios
Nació el 21 de agosto de 1567, en el castillo de Sales, cerca de Thorens, de Francisco de Nouvelles, señor de Boisy, y de Francisca de Sionnaz. «Vivió a caballo entre dos siglos, el XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia lo absoluto propia de las corrientes místicas».[14]
Después de la formación cultural inicial, primero en el colegio de La Roche-sur-Foron y después en el de Annecy, llegó a París, al colegio jesuita Clermont, que había sido fundado recientemente. En la capital del Reino de Francia, devastada por las guerras de religión, experimentó en poco tiempo dos crisis interiores consecutivas, que marcaron su vida de modo indeleble. Esa ardiente oración hecha en la Iglesia de Saint-Étienne-des-Grès, frente a la Virgen Negra de París, en medio de la oscuridad, le encenderá en el corazón una llama que permanecerá viva en él para siempre, como clave de lectura de su propia experiencia y de la de otros. «Señor, tú que tienes todo en tus manos y cuyos caminos son justicia y verdad, cualquier cosa que suceda, […] yo te amaré, Señor […], te amaré aquí, oh Dios mío, y siempre esperaré en tu misericordia, y siempre cantaré tus alabanzas. […] Oh, Señor Jesús, tú siempre serás mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivientes».[15]
Eso había escrito en su cuaderno, recuperando la paz. Y esta experiencia, con sus inquietudes y sus interrogantes, para él siempre será iluminadora y le dará un singular camino de acceso al misterio de la relación de Dios con el hombre. Le ayudará a escuchar la vida de los demás y a reconocer, con fino discernimiento, la actitud interior que une el pensamiento al sentimiento, la razón a los afectos, y que de ese modo es capaz de llamar por nombre al “Dios del corazón humano”. Por este camino Francisco no corrió el peligro de atribuir un valor teórico a la propia experiencia personal, absolutizándola, sino que aprendió algo extraordinario, fruto de la gracia: a leer en Dios lo vivido por él y por los demás.
Aunque nunca haya pretendido elaborar un sistema teológico propiamente dicho, su reflexión sobre la vida espiritual tuvo una notable dignidad teológica. Aparecen en él los rasgos esenciales del quehacer teológico, para el cual es necesario no olvidar dos dimensiones constitutivas. La primera es precisamente la vida espiritual, porque es en la oración humilde y perseverante, en la apertura al Espíritu Santo, que se puede tratar de comprender y de expresar al Verbo de Dios. Los teólogos se fraguan en el crisol de la oración. La segunda dimensión es la vida eclesial: sentir en la Iglesia y con la Iglesia. También la teología se ha visto afectada por la cultura individualista, pero el teólogo cristiano elabora su pensamiento inmerso en la comunidad, partiendo en ella el pan de la Palabra.[16] La reflexión de Francisco de Sales, al margen de las disputas entre las escuelas de su época, y aun respetándolas, nace precisamente de estos dos rasgos constitutivos.
El descubrimiento de un mundo nuevo
Cuando finalizó los estudios humanísticos, continuó con los de derecho en la Universidad de Padua. Al regresar a Annecy ya había decidido la orientación de su vida, no obstante las resistencias de sus padres. Fue ordenado sacerdote el 18 de diciembre de 1593. En los primeros días de septiembre del año siguiente, por invitación del obispo, Mons. Claude de Granier, fue llamado a la difícil misión en el Chablais, territorio perteneciente a la diócesis de Annecy, de confesión calvinista, que, en el intrincado laberinto de guerras y tratados de paz, había pasado nuevamente a estar bajo el control del ducado de Saboya. Fueron años intensos y dramáticos. Aquí descubrió, junto con alguna rígida intransigencia que luego le hará reflexionar, sus aptitudes de mediador y hombre de diálogo. Además, se descubrió inventor de originales y audaces praxis pastorales, como las famosas “hojas volantes”, que se colgaban en todas partes e incluso se deslizaban debajo de las puertas de las casas.
En 1602 regresó a París, ocupado en llevar adelante una delicada misión diplomática, en nombre del mismo Granier y con instrucciones precisas de la Sede Apostólica, después de la enésima modificación del cuadro político-religioso del territorio de la diócesis de Ginebra. A pesar de la buena disposición por parte del rey de Francia, la misión fracasó. Él mismo escribió al Papa Clemente VIII: «Después de nueve meses, me vi obligado a dar marcha atrás sin haber concluido casi nada».[17] Sin embargo, aquella misión se reveló para él y para la Iglesia de una riqueza inesperada bajo el perfil humano, cultural y religioso. En el tiempo libre que los negociados diplomáticos le concedían, Francisco predicó ante la presencia del rey y de la corte de Francia, estableció relaciones importantes y, sobre todo, se sumergió totalmente en la prodigiosa primavera espiritual y cultural de la moderna capital del Reino.
Allí todo había cambiado y estaba cambiando. Él mismo se dejó tocar e interrogar tanto por los grandes problemas que se presentaban en el mundo y el nuevo modo de observarlos, como por la sorprendente demanda de espiritualidad que había nacido y las cuestiones inéditas que esta planteaba. En pocas palabras, percibió un verdadero “cambio de época”, al que era necesario responder con lenguajes antiguos y nuevos. Ciertamente, no era la primera vez que encontraba cristianos fervorosos, pero se trataba de algo distinto. No era la París devastada por las guerras de religión, que había visto en sus años de formación, ni la lucha encarnizada librada en los territorios del Chablais. Era una realidad inesperada: una multitud «de santos, de verdaderos santos, numerosos y que estaban en todas partes».[18] Eran hombres y mujeres de cultura, profesores de la Sorbona, representantes de las instituciones, príncipes y princesas, siervos y siervas, religiosos y religiosas. Un mundo que estaba sediento de Dios.
Conocer a esas personas y tomar conciencia de sus interrogantes fue una de las circunstancias providenciales más importantes de su vida. Así, días aparentemente inútiles e infructuosos se transformaron en una escuela incomparable para leer los estados de ánimo de esa época, sin nunca elogiarlos. En él, el hábil e infatigable controversista se estaba transformando, por la gracia, en un fino intérprete del tiempo y extraordinario director de almas. Su acción pastoral, las grandes obras (Introduccióna la vida devota y Tratado del amor de Dios), la infinidad de cartas de amistad espiritual que fueron enviadas, dentro y fuera de los muros de los conventos y los monasterios, a religiosos y religiosas, a hombres y mujeres de la corte y a la gente común, el encuentro con Juana Francisca de Chantal y la misma fundación de la Visitación en 1610 resultarían incomprensibles sin este cambio interior. Evangelio y cultura encontraban de ese modo una síntesis fecunda, de la que derivaba la intuición de un método auténtico, maduro y listo para una cosecha duradera y prometedora.
En una de las primeras cartas de dirección y amistad espiritual que Francisco de Sales envió a una de las comunidades que visitó en París, mencionaba, con humildad, un “método suyo”, que se diferenciaba de los demás, con vistas a una verdadera reforma. Un método que renunciaba a la severidad y confiaba plenamente en la dignidad y capacidad de un alma devota, no obstante sus debilidades: «Me viene la duda de que a vuestra reforma también se pueda oponer otro impedimento: tal vez aquellos que os la han impuesto han curado la llaga con demasiada dureza. […] Yo alabo su método, aunque no sea el que suelo usar, especialmente con respecto a espíritus nobles y bien educados como los vuestros. Creo que sea mejor limitarse a mostrarles el mal y a poner el bisturí en sus manos para que ellos mismos practiquen la incisión necesaria. Pero no descuidéis por ello la reforma que necesitáis».[19] En estas palabras se trasluce esa mirada que ha hecho célebre el optimismo salesiano, que ha dejado su huella permanente en la historia de la espiritualidad y que ha florecido sucesivamente, como en el caso de don Bosco dos siglos después.
Cuando regresó a Annecy, fue ordenado obispo el 8 de diciembre del mismo año 1602. El influjo de su ministerio episcopal en la Europa de esa época y de los siglos posteriores resulta inmenso. «Fue apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido en hacer realidad los ideales del concilio de Trento; implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez más la eficacia de la relación personal y de la caridad, más allá del necesario enfrentamiento teológico; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de tareas sociales de mediación y reconciliación».[20]Sobre todo, fue intérprete del cambio de época y guía de las almas en un tiempo que tenía sed de Dios de un modo nuevo.
La caridad hace todo por sus hijos
Entre 1620 y 1621, es decir, ya al final de su vida, Francisco dirigió a un sacerdote de su diócesis unas palabras capaces de iluminar su visión de la época. Lo animaba a secundar su deseo de dedicarse a la escritura de textos originales, que lograran interceptar los nuevos interrogantes, intuyendo en ellos las necesidades. «Os debo decir que el conocimiento que voy adquiriendo cada día de los estados de ánimo del mundo me lleva a desear apasionadamente que la divina Bondad inspire a alguno de sus siervos a escribir según el gusto de este pobre mundo».[21] La razón de este estímulo la encontraba en la propia visión del tiempo: «El mundo se está volviendo tan delicado, que dentro de poco nadie se atreverá más a tocarlo, sino con guantes de seda, ni a medicar sus llagas, sino con cataplasmas de cebolla; pero, ¿qué importa, si los hombres son curados y, en definitiva, salvados? Nuestra reina, la caridad, hace todo por sus hijos».[22] No era algo que se daba por sentado, ni mucho menos una rendición final frente a una derrota. Se trataba, más bien, de la intuición de un cambio que estaba en curso y de la exigencia, totalmente evangélica, de comprender cómo poder habitarlo.
La misma conciencia, además, la había madurado y expresado en el Prólogo, al introducir el Tratado del amor de Dios: «He tenido en cuenta la condición de las almas en estos tiempos, y además debía tenerla, porque importa mucho mirar la condición de los tiempos en que se escribe».[23] Rogando, asimismo, la benevolencia del lector, afirmaba: «Y si encontrar es el estilo un poco diferente del que he usado escribiendo a Filotea, y ambos muy diversos del que empleé en la Defensa de la cruz, debes saber que en diecinueve años se aprenden y se olvidan muchas cosas; que el lenguaje de la guerra no es igual que el de la paz, y que de una manera se habla a los muchachos principiantes y de otra a los viejos compañeros».[24] Pero, frente a este cambio, ¿por dónde comenzar? No lejos de la misma historia de Dios con el hombre. De aquí el objetivo final de su Tratado: «Mi pensamiento ha sido tan sólo exponer sencilla y llanamente, sin artificios ni aderezos de estilo, la historia del nacimiento, progreso, decadencia, operaciones, propiedades, beneficios y excelencias del amor divino».[25]
Las preguntas de un cambio de época
En la memoria del cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales, me he preguntado sobre su legado para nuestra época, y he encontrado iluminadoras su flexibilidad y su capacidad de visión. Un poco por don de Dios, un poco por índole personal, y también por la profundización constante de sus vivencias, había tenido la nítida percepción del cambio de los tiempos. Ni él mismo hubiera llegado a imaginar que en esto reconocería una gran oportunidad para el anuncio del Evangelio. La Palabra que había amado desde su juventud era capaz de hacerse camino abriendo horizontes nuevos e impredecibles en un mundo en rápida transición.
Es lo que también nos espera como tarea esencial para este cambio de época: una Iglesia no autorreferencial, libre de toda mundanidad pero capaz de habitar el mundo, de compartir la vida de la gente, de caminar juntos, de escuchar y de acoger.[26] Es lo que realizó Francisco de Sales leyendo su época con ayuda de la gracia. Por eso, él nos invita a salir de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por las estructuras, por la imagen social, y a preguntarnos más bien cuáles son las necesidades concretas y las esperanzas espirituales de nuestro pueblo.[27] Por tanto, releer algunas de sus decisiones cruciales es importante también hoy, para vivir el cambio con sabiduría evangélica.
La brisa y las alas
La primera de dichas decisiones fue la de releer y volver a proponer a cada uno, en su condición específica, la feliz relación entre Dios y el ser humano. En definitiva, la razón última y el objetivo concreto del Tratado era precisamente ilustrar a los contemporáneos el encanto del amor de Dios. «¿Cuáles son —se preguntaba— los lazos habituales por los cuales la Providencia divina acostumbra atraer nuestros corazones a su amor?».[28] Partiendo sugestivamente del texto de Oseas 11,4,[29] definía tales medios ordinarios como «lazos de humanidad, o de caridad y amistad».«No cabe duda —escribía— de que Dios no nos atrae con cadenas de hierro, como a los toros y a los búfalos, sino mediante invitaciones, dulces encantos y santas inspiraciones, que son los lazos de Adán y de la humanidad, es decir, los propios y convenientes al corazón humano, que naturalmente está dotado de libertad».[30] Es a través de estos lazos que Dios ha sacado a su pueblo de la esclavitud, enseñándole a caminar, llevándolo de la mano, como hace un papá o una mamá con el propio hijo. Por consiguiente, ninguna imposición externa, ninguna fuerza despótica y arbitraria, ninguna violencia. Más bien, la forma persuasiva de una invitación que deja intacta la libertad del hombre. «La gracia —proseguía, pensando ciertamente en tantas historias de vida que había conocido— tiene fuerza, no para obligar, sino para atraer el corazón; ejerce una santa violencia, no para vulnerar, sino para enamorar nuestra libertad; obra fuertemente, mas con suavidad tan admirable, que nuestra voluntad no queda agobiada bajo tan poderosa acción; nos presiona, pero no sofoca nuestra libertad. Así, pues, en medio de toda su fuerza, podemos consentir o resistir a sus impulsos, según nos place».[31]
Poco antes había bosquejado dicha relación utilizando el curioso ejemplo del “ápodo”: «Hay cierta clase de pájaros, oh Teótimo, a los cuales Aristóteles llama “ápodos”, esto es, sin pies, porque, teniendo las piernas extremadamente cortas y los pies sin fuerza, no les sirven más que si realmente no los tuvieran. Por donde sucede que, si una vez caen a tierra, permanecen como clavados en ella, sin que puedan nunca por sí mismos recobrar el vuelo, porque, no pudiéndose valer de sus piernas ni de sus pies, no tienen medio ninguno para tomar impulso y lanzarse de nuevo al aire. Así, quedan allí inmóviles y hasta llegan a morir, si el viento propicio a su impotencia, soplando fuertemente sobre la faz de la tierra, no viene a arrebatarlos y levantarlos, como hace con otras cosas; porque entonces, si empleando ellos sus alas, corresponden a este impulso y primer vuelo que el viento les da, el mismo viento continúa ayudándoles, impeliéndoles cada vez más a volar».[32] Así es el hombre: hecho por Dios para volar y desplegar todas sus potencialidades en la llamada al amor, corre el riesgo de volverse incapaz de levantar el vuelo cuando cae a tierra y no acepta volver a abrir las alas a la brisa del Espíritu.
Esta es, pues, la “forma” a través de la cual la gracia de Dios se concede a los hombres: la de los preciosos y muy humanos vínculos de Adán. La fuerza de Dios no deja de ser absolutamente capaz de restablecer el vuelo y, sin embargo, su dulzura hace que la libertad de consentimiento no sea violada o inútil. Corresponde al hombre levantarse o no levantarse. Aunque la gracia lo haya tocado para despertarlo, sin él, esta no quiere que el hombre se levante sin su consentimiento. De esa manera obtiene su reflexión conclusiva: «Las inspiraciones, oh Teótimo, nos previenen, y antes de que hayamos pensado en ellas, experimentamos su presencia, mas después de haberlas sentido, a nosotros toca consentir, secundándolas y siguiendo sus impulsos, o disentir y rechazarlas: ellas se hacen sentir en nosotros y sin nosotros, pero no obtienen el consentimiento sin nosotros».[33] Por lo tanto, la relación con Dios se trata siempre de una experiencia de gratuidad que manifiesta la profundidad del amor del Padre.
Ahora bien, esta gracia nunca hace al hombre pasivo, sino que lleva a comprender que estamos precedidos radicalmente por el amor de Dios, y que su primer don consiste precisamente en haber recibido su mismo amor. Pero cada uno tiene el deber de cooperar en su propia realización, desplegando con confianza las propias alas a la brisa de Dios. Aquí vemos un aspecto importante de nuestra vocación humana: «El mandato de Dios a Adán y Eva en el relato del Génesis es ser fecundos. La humanidad ha recibido el mandato de cambiar, construir y dominar la creación en el sentido positivo de crear desde y con ella. Entonces, el futuro no depende de un mecanismo invisible en el que los humanos son espectadores pasivos. No, somos protagonistas, somos —forzando la palabra—cocreadores».[34] Francisco de Sales lo comprendió bien y trató de transmitirlo en su ministerio de guía espiritual.
La verdadera devoción
Una segunda y gran decisión crucial fue la de haberse centrado en la cuestión de la devoción. También en este caso, el nuevo cambio de época había formulado no pocos interrogantes, tal como ocurre en nuestros días. Dos aspectos en particular requieren que sean comprendidos y revitalizados también hoy. El primero se refiere a la idea misma de devoción, el segundo, a su carácter universal y popular. Indicar, ante todo, qué se entiende por devoción es la primera consideración que encontramos al comienzo de Filotea: «Es necesario que conozcas, desde el principio, en qué consiste la virtud de la devoción, pues son numerosas las devociones falsas e inútiles y sólo hay una verdadera, que, si no la conoces, podrías sufrir engaño determinándote a seguir alguna devoción inconveniente y supersticiosa».[35]
La descripción de Francisco de Sales acerca de la falsa devoción, en la que no nos es difícil reconocernos, es amena y siempre actual, sin dejar fuera una pizca eficaz de sano sentido del humor: «El que se siente inclinado a ayunar se considerará muy devoto si no come, aunque su corazón esté lleno de rencor; y mientras por sobriedad no se atreve a mojar su lengua, no digo en vino, pero ni siquiera en agua, no temerá teñirla en la sangre del prójimo mediante maledicencias y calumnias. Otro se creerá devoto porque reza diariamente un sinnúmero de oraciones, aunque después su lengua se desate de continuo en palabras insolentes, arrogantes e injuriosas contra sus familiares y vecinos. Algún otro abrirá su bolsa de buena gana para distribuir limosnas entre los pobres, pero no es capaz de sacar dulzura de su corazón perdonando a sus enemigos. Aquel perdonará a sus enemigos, pero no saldará sus deudas si no es apremiado por la justicia».[36] Evidentemente, son los vicios y las dificultades de siempre, también de hoy, por lo que el santo concluye: «Todos estos son tenidos vulgarmente por devotos; nombre que de ninguna manera merecen».[37]
En cambio, la novedad y la verdad de la devoción se encuentran en otro lado, en una raíz profundamente unida a la vida divina en nosotros. De ese modo «la devoción viva y verdadera […] presupone el amor de Dios; mejor dicho, no es otra cosa que el verdadero amor de Dios, y no un amor cualquiera».[38] En su ferviente imaginación la devoción no es más que, «en resumen, una agilidad o viveza espiritual por cuyo medio la caridad actúa en nosotros y nosotros actuamos en ella con prontitud y alegría».[39] Por eso no se coloca junto a la caridad, sino que es una de sus manifestaciones y, al mismo tiempo, conduce a ella. Es como una llama con respecto al fuego: reaviva su intensidad, sin cambiar su naturaleza. «En conclusión, se puede decir que entre la caridad y la devoción no existe mayor diferencia que entre la llama y el fuego; siendo la caridad fuego espiritual, cuando está bien inflamada, se llama devoción; así que la devoción nada añade al fuego de la caridad fuera de la llama que la hace pronta, activa, diligente, no sólo en la observancia de los mandamientos, sino también en el ejercicio de los consejos e inspiraciones celestiales».[40] Una devoción así entendida no tiene nada de abstracto. Es, más bien, un estilo de vida, un modo de ser en lo concreto de la existencia cotidiana. Esta recoge e interpreta las pequeñas cosas de cada día, la comida y el vestido, el trabajo y el descanso, el amor y la descendencia, la atención a las obligaciones profesionales; en síntesis, ilumina la vocación de cada uno.
Aquí se intuye la raíz popular de la devoción, afirmada desde las primeras líneas de Filotea: «Casi todos los que hasta ahora han tratado de la devoción, se han dirigido a los que viven alejados de este mundo o, por lo menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro. Mi intención es instruir a los que viven en las ciudades, con sus familias, en la corte y, por su condición, están obligados, por las conveniencias sociales, a vivir en medio de los demás».[41] Es por ello que está muy equivocado quien piensa en relegar la devoción a algún ámbito protegido o reservado. Esta es, más bien, de todos y para todos, dondequiera que estemos, y cada uno la puede practicar según la propia vocación. Como escribía san Pablo VI en el cuarto centenario del nacimiento de Francisco de Sales, «la santidad no es prerrogativa de una clase o de otra; sino que a todos los cristianos se les dirige esta invitación apremiante: “¡Amigo, siéntate en un lugar más destacado!” (Lc14,10); todos están vinculados por el deber de subir al monte de Dios, aunque no todos por el mismo camino. “La devoción se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno”».[42] Recorrer la ciudad secular manteniendo la interioridad y conjugar el deseo de perfección con cada estado de vida, volviendo a encontrar un centro que no se separa del mundo, sino que enseña a habitarlo, a apreciarlo, aprendiendo también a tomar de él una justa distancia; ese era el propósito del santo, y sigue siendo una valiosa lección para cada mujer y hombre de nuestro tiempo.
Este es el tema conciliar de la vocación universal a la santidad: «Todos los fieles, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre celestial».[43] “Cada uno por su camino”. «Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables».[44] La madre Iglesia no nos los propone para que intentemos copiarlos, sino para que nos alienten a caminar por la senda única y particular que el Señor ha pensado para nosotros. «Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf.1 Co12,7)».[45]
El éxtasis de la vida
Todo ello condujo al santo obispo a considerar la vida cristiana en su totalidad como«el éxtasis de la obra y de la vida».[46] Pero no hay que confundirla con una fuga fácil o una retirada intimista, mucho menos con una obediencia triste y gris. Sabemos que este peligro siempre está presente en la vida de fe. En efecto, «hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. […] Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias».[47]
Permitir que se despierte la alegría es precisamente lo que expresa Francisco de Sales al describir “el éxtasis de la obra y de la vida”. Gracias a ella «no sólo llevamos una vida civil, honesta y cristiana, sino también una vida sobrehumana, espiritual, devota y extática, es decir, una vida, bajo todos los conceptos, fuera y por encima de nuestra condición natural».[48] Nos encontramos aquí en las páginas centrales y más luminosas del Tratado. El éxtasis es el desbordamiento feliz de la vida cristiana, lanzada más allá de la mediocridad de la mera observancia:«No robar, no mentir, no cometer actos lujuriosos, orar a Dios, no jurar en vano, amar y honrar a los padres, no matar; todo esto es vivir según la razón natural del hombre. Mas dejar todos nuestros bienes, amar la pobreza, buscarla y estimarla como la más deliciosa señora, tener los oprobios, desprecios, humillaciones, persecuciones y martirios por felicidad y dicha, contenerse en los términos de una absoluta castidad, y, en fin, vivir en medio del mundo y en esta vida mortal en oposición a todas las opiniones y máximas mundanas y contra la corriente del río de esta vida, con habitual resignación, renuncias y abnegaciones de nosotros mismos, todo esto no es vivir humana, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera de nosotros y sobre nosotros. Y porque nadie puede salir de este modo sobre sí mismo si el Padre Eterno no le atrae, por eso este género de vida debe ser un rapto continuo y un éxtasis perpetuo de acción y de operación».[49]
Es una vida que, ante toda aridez y frente a la tentación de replegarse sobre sí, ha encontrado nuevamente la fuente de la alegría. En efecto, «el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida».[50]
A la descripción del “éxtasis de la obra y de la vida”, san Francisco añade dos observaciones importantes, válidas también para nuestro tiempo. La primera se refiere a un criterio eficaz para el discernimiento de la verdad de ese mismo estilo de vida y la segunda a su origen profundo. En cuanto al criterio de discernimiento, él afirma que, si por un lado dicho éxtasis comporta un auténtico salir de sí mismo, por otro lado, no significa un abandono de la vida. Es importante no olvidarlo nunca, para evitar peligrosas desviaciones. En otras palabras, quien presume de elevarse hacia Dios, pero no vive la caridad para con el prójimo, se engaña a sí mismo y a los demás.
Volvemos a encontrar aquí el mismo criterio que él aplicaba a la calidad de la verdadera devoción. «Cuando se ve a una persona que en la oración tiene raptos por los cuales sale y sube encima de sí misma hasta Dios, y, sin embargo, no tiene éxtasis en su vida, esto es, no lleva una vida elevada y unida a Dios, […] sobre todo, por medio de una continua caridad, creedme que todos estos raptos son grandemente dudosos y peligrosos». Su conclusión es muy eficaz: «Estar sobre sí mismo en la oración y bajo sí mismo en las obras y en la vida, ser angélico en la meditación y bestial en la conversación […] es una señal cierta de que tales raptos y tales éxtasis no son más que ardides y engaños del espíritu maligno».[51] Se trata, en definitiva, de lo que ya recordaba Pablo a los corintios en el himno a la caridad:«Aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada» (1 Co13,2-3).
Por tanto, para san Francisco de Sales la vida cristiana nunca está exenta de éxtasis y, sin embargo, el éxtasis no es auténtico sin la vida. En efecto, la vida sin éxtasis corre el riesgo de reducirse a una obediencia opaca, a un Evangelio que ha olvidado su alegría. Por otra parte, el éxtasis sin la vida se expone fácilmente a la ilusión y al engaño del Maligno. Las grandes polaridades de la vida cristiana no se pueden resolver la una en la otra. En todo caso, una mantiene a la otra en su autenticidad. De ese modo, la verdad no es tal sin justicia; la satisfacción, sin responsabilidad; la espontaneidad, sin ley; y viceversa.
Por otra parte, en cuanto al origen profundo de este éxtasis, él lo vincula sabiamente al amor manifestado por el Hijo encarnado. Si, por un lado, es verdad que «el amor es el primer acto y el principio de nuestra vida devota o espiritual por el cual vivimos, sentimos y nos movemos» y, por otro lado, que «nuestra vida espiritual consiste toda en nuestros movimientos afectivos», está claro que «un corazón que no tiene afecto, no tiene amor», como también que «un corazón que tiene amor, no puede estar sin movimiento afectivo».[52] Pero el origen de este amor que atrae el corazón es la vida de Jesucristo:«Nada urge y aprieta tanto al corazón del hombre como el amor», y el culmen de dicha urgencia es que «Jesucristo murió por nosotros, nos ha dado la vida con su muerte. Nosotros sólo vivimos porque Él murió; murió por nosotros, para nosotros y en nosotros».[53]
Es conmovedora esta indicación que, más allá de una visión iluminada y no evidente de la relación entre Dios y el hombre, manifiesta el estrecho vínculo afectivo que unía al santo obispo con el Señor Jesús. La verdad del éxtasis de la vida y de la acción no es genérica, sino que se manifiesta según la forma de la caridad de Cristo, que culmina en la cruz. Este amor no anula la existencia, sino que la hace brillar de una manera extraordinaria.
Es por ello que, con una imagen muy hermosa, san Francisco de Sales describía el Calvario como «el monte de los amantes».[54] Allí, y sólo allí, se comprende que «no se puede tener la vida sin el amor, ni el amor sin la muerte del Redentor; mas, fuera de allí, todo es o muerte eterna o amor eterno, y toda la sabiduría cristiana consiste en elegir bien».[55] De esta manera puede cerrar su Tratado remitiendo a la conclusión de un discurso de san Agustín sobre la caridad: «¿Qué hay más fiel que el amor, no al servicio de la vanidad, sino de la eternidad? En efecto, tolera todo en la vida presente, porque cree todo lo referente a la vida futura, y sufre todo lo que aquí le sobreviene, porque espera todo lo que allí se le promete; con razón nunca desfallece. Así, pues, perseguid el amor y, pensando devotamente en él, aportad frutos de justicia. Y cualquier alabanza que vosotros hayáis encontrado más exuberante de lo que yo haya podido decir, muéstrese en vuestras costumbres».[56]
Esto es lo que nos deja ver la vida del santo obispo de Annecy, y que se nos entrega nuevamente a cada uno. Que la celebración del cuarto centenario de su nacimiento al cielo nos ayude a hacer de ello devota memoria; y que, por su intercesión, el Señor infunda con abundancia los dones del Espíritu en el camino del santo Pueblo fiel de Dios.
Roma, San Juan de Letrán, 28 de diciembre de 2022.
FRANCISCO
__________________
[1] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 336.
[2] Íd.,Lett. 2103:A Monsieur Sylvestre de Saluces de la Mente, Abbé d'Hautecombe(3 noviembre 1622), enŒuvres de Saint François de Sales, XXVI, Annecy 1932, 490-491.
[3] Íd.,Lett. 1961:À une dame(19 diciembre 1622), enŒuvres de Saint François de Sales, XX (Lettres, X:1621-1622), Annecy 1918, 395.
[4] Íd.,Traité de l’amour de Dieu, I, 15, ed.Ravier – Devos, París 1969, 395.
[5] Íd.,Entretiens spirituels,Dernier entretien[21], ed.Ravier – Devos, París 1969, 1319.
[6] Exhort. ap.Gaudete et exsultate(19 marzo 2018), 49:AAS110 (2018), 1124.
[7] Ibíd., 57:AAS110 (2018), 1127.
[8] Cf.ibíd., 37-39:AAS110 (2018), 1121-1122.
[9] S. Francisco de Sales, Entretiens spirituels, Dernier entretien[21], ed.Ravier – Devos, París 1969, 1319.
[10] Ibíd., 1308.
[11] Ibíd.
[12] Carta a Mons. Yves Boivineau, Obispo de Annecy,con ocasión del IV centenario de la consagración episcopal de san Francisco de Sales(23 noviembre 2002), 3:L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española (20 diciembre 2002), p. 10.
[13] S.Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 336.
[14] Benedicto XVI,Catequesis(2 marzo 2011):L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española (6 marzo 2011), p. 11.
[15] S.Francisco de Sales,Fragments d’écrits intimes, 3:Acte d’abandon héroïque, enŒuvres de Saint François de Sales, XXII (Opuscules, I), Annecy 1925, 41.
[16] Cf.Discurso a la Comisión Teológica Internacional(29 noviembre 2019):L’Osservatore Romano(30 noviembre 2019), p. 8.
[17] S. Francisco de Sales,Lett. 165:À Sa Sainteté Clément VIII(fines de octubre de 1602), enŒuvres de Saint François de Sales, XII (Lettres, II:1599-1604), Annecy 1902, 128.
[18] H. Bremond,L’humanisme dévôt: 1580-1660, enHistoire littéraire du sentiment religieux en France: depuis la fin des guerres de religion jusqu’à nos jours, I, Jérôme Millon, Grenoble 2006, 131.
[19] S. Francisco de Sales,Lett. 168:Aux religieuses du monastère des «Filles-Dieu»(22 noviembre 1602), enŒuvres de Saint François de Sales, XII (Lettres, II:1599-1604), Annecy 1902,105.
[20] Benedicto XVI,Catequesis(2 marzo 2011):L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 marzo 2011), p. 12.
[21] S. Francisco de Sales,Lett. 1869:À M. Pierre Jay(1620 o 1621), enŒuvres de Saint François de Sales, XX (Lettres, X:1621-1622), Annecy 1918, 219.
[22] Ibíd.
[23] Íd.,Traité de l’amour de Dieu,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 339.
[24 ]Ibíd., 347.
[25] Ibíd., 338-339.
[26] Cf.Discurso a los obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas, Bratislava (13 septiembre 2021):L’Osservatore Romano(13 septiembre 2021), pp. 11-12.
[27] Cf.ibíd.
[28] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed.Ravier – Devos, París 1969, 444.
[29] «Con afecto humano [Vulg:in funiculis Adam], con lazos de amor los atraía. Fui para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas y se inclina hacia él para darle de comer».
[30] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed.Ravier – Devos, París 1969, 444.
[31] Ibíd., II, 12, 444-445.
[32] Ibíd., II, 9, 434.
[33] Ibíd., II, 12, 446.
[34] Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor,Conversaciones con Austen Ivereigh, Simon & Schuster, Nueva York 2020, 4.
[35] S.Francisco de Sales,Introduction à la vie dévote, I, 1, ed.Ravier – Devos, París 1969, 31.
[36] Ibíd.,31-32.
[37] Ibíd., 32.
[38] Ibíd.
[39] Ibíd.
[40] Ibíd., 33.
[41] Ibíd.,Préface, ed.Ravier – Devos, París 1969, 23.
[42] Epíst. ap.Sabaudiae gemma,en el IV centenario del nacimiento de san Francisco de Sales, doctor de la Iglesia(29 enero 1967):AAS59 (1967), 119.
[43] Conc. Ecum. Vat. II,Const. dogm.Lumen gentium, 11.
[44] Exhort. ap.Gaudete et exsultate, 11:AAS110 (2018), 1114.
[45] Ibíd.
[46] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed.Ravier – Devos, París 1969, 682.
[47] Exhort. ap.Evangelii gaudium(24 noviembre 2013),6:AAS105 (2013), 1021-1022.
[48] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed.Ravier – Devos, París 1969, 682-683.
[49] Ibíd., 683.
[50] Exhort. ap.Evangelii gaudium,2:AAS105 (2013), 1019-1020.
[51] S. Francisco de Sales,Traité de l’amour de Dieu, VII, 7, ed.Ravier – Devos, París 1969, 685.
[52] Ibíd., 684.
[53] Ibíd., VII, 8,687.688.
[54] Ibíd., XII, 13, 971.
[55] Ibíd.
[56] Discursos, 350, 3:PL39, 1535.
7/1/22
CARTA DEL CORRECTOR GENERAL POR EL IV CENTENARIO DEL NACIMIENTO DEL BEATO NICOLÁS BARRÉ O. M.
CURIA GENERAL DE LA ORDEN DE LOS MÍNIMOS
Convento di S. Francesco di Paola
Piazza S. Francesco di Paola, 10
00184 ROMA
Prot. n. 1105 G 504/2021
Oh Dios, que has concedido al Beato Nicolás Barré, sacerdote, la gracia de dar a conocer a Jesucristo a los pequeños y humildes; concédenos que, instruidos por su ejemplo, obedientes a las inspiraciones del Espíritu Santo, estemos siempre atentos a las necesidades del prójimo (cfr. Liturgia del Beato Nicolás Barré).
A todos vosotros Frailes, Monjas y Terciarios Mínimos, ¡salud y paz en Jesús Bendito!
Muy queridos hermanos,
Una vez más el Señor nos invita en estos últimos años a considerar la riqueza y hermosura de nuestro carisma, recordando la santidad que ha producido en la historia. Después de la alegría que nos causó la beatificación del P. Nicolás Barré, el 7 de marzo de 1999, ahora, celebrando el IV Centenario de su nacimiento (Amiens 21 de octubre de 1621-París 31 de mayo de 1686), renovamos esa alegría por esta figura y gran testimonio para nuestro tiempo. Religioso sacerdote Mínimo y fiel discípulo del Santo de Paula encarnó en su época el amor por los últimos, fundando las escuelas populares en Francia, pues así está considerado, y las Hermanas del Niño Jesús de la Providencia que siguen trabajando en la misión educadora de los adolescentes.
Nuestra Orden se alegra de contar con esta figura importante y con las Congregaciones por él fundadas. Nos unimos a las Hermanas del Niño Jesús y queremos compartir con ellas la riqueza de dones que el Beato Barré nos ha dejado.
El P. Barré también hoy es ejemplo y referente para nuestras respectivas congregaciones sobre todo en el cómo actualizar nuestra presencia y nuestra misión específica en la Iglesia.
En este sentido, más allá de la actividad pedagógica para con los niños y jóvenes, el P. Barré es un referente respeto a la pedagogía para con los adultos por la novedad de la dirección espiritual y constituye un ejemplo para todos los que buscan a Dios. En su experiencia espiritual y en su predicación, en efecto, él alarga la categoría de aquellos “pequeños” a todas las actuales deficiencias espirituales.
Ante nuestros ojos están las dificultades de nuestro tiempo, sobre todo la pobreza espiritual y la búsqueda de Dios. Conseguir una justicia que pueda responder a las esperanzas de desarrollo integral del hombre, las llamadas a una financiación solidaria y más atenta a los necesitados, la pandemia y todas sus consecuencias, son signos indicadores de ausencia de valores más profundos, y nos interpelan a proponer al hombre de hoy testimonios que le orienten hacia el jardín del Edén, de donde salió, para que pueda sentirse otra vez guiado y asistido por la paternidad de Dios.
Siguiendo el ejemplo de Cristo, que se encarnó para ser nuestro modelo de santidad (cfr. Cat. 459), el Beato Barré constituye para nosotros indicio de que la santidad es posible, y es el fin de nuestro camino cristiano, proponiéndonos una santidad concreta y realizable, que se encarna en la historia a través de sus obras, como una llamada para los que buscan a Dios, ante todo como fruto de una alegría vivida y realizada.
Con su experiencia personal y espiritual, el mismo P. Barré realizó el propósito concreto de testimoniar en la vida y en las obras cuanto Dios había introducido a través de la Encarnación de su Hijo, a saber, la obra de la salvación. La santidad, obra de Dios encarnado, sigue siendo actual hoy a través del P. Barré, precisamente como fruto de la encarnación de Dios en la historia, y a través de su ejemplo de santidad la Providencia divina nos ofrece un auténtico testimonio en el camino de acercamiento a Dios. La experiencia del P. Barré en este sentido se puede describir y resumir en cuatro etapas.
1. “Hay que buscar a Dios” (Carta, 4)
La primera disposición necesaria para emprender el camino del encuentro con el Señor y poder conocerlo es buscarlo con sincero corazón (cfr. Sal 145, 13-21).
La búsqueda que el Beato Barré resume en la expresión “hay que buscar a Dios”, la describe a través de un proceso largo y complejo, nunca interrumpido en su vida, que inicia por la consideración realista de sí mismo y sus límites, y que genera la búsqueda de la grandeza de Dios y su obra de salvación con temor sagrado.
Durante su “noche oscura”, el deseo de buscar la comunión con Dios, tan probado por una gran sequedad espiritual, ha tenido muy presentes tres principios: realismo, humildad, abandono. Principios que recomendará a quienes experimentan tiempos de sequedad. Humildad y realismo son, sin duda, virtudes importantes para toda persona que quiera adentrarse en el conocimiento de Dios. Realismo y humildad intelectual caracterizan, de hecho, cualquier camino que quiera ser una auténtica búsqueda de la verdad, más aún de la verdad de Dios, ya que mantienen la búsqueda en el ámbito de la verdad objetiva, no condicionada por prejuicios o preconcepciones provenientes del interior o del exterior.
Nicolás Barré estudia y asimila la penitencia de la Regla de los Mínimos desde su ingreso en el convento de Amiens a través de los ayunos, las renuncias, el amor al silencio muy custodiado; la penitencia es la escuela desde la que aprende a vivir lo esencial; es el camino diario de realismo sobre sí mismo y de la humildad como ejercicio de enfrentamiento continuo consigo mismo, es examen diario de conciencia que lleva al conocimiento sincero de uno mismo, y por tanto al perdón y a la paciencia, dispone a la comprensión-compasión, a ser modestos y bondadosos, abiertos a la búsqueda libre y personal de la verdad.
Abandonando toda distracción del mundo, el hombre encuentra su lugar en la creación y en la humildad de reconocerse criatura, abre la mente y el corazón ante la presencia de Dios y sus dones. De hecho, hablando de esta experiencia, el Beato Barré escribe: “Hay que buscar a Dios” (Carta 4). La docilidad y la pobreza de espíritu que se derivan del ejercicio de la humildad y de la penitencia, llevarán al religioso Mínimo a reconocer su fuerza en Dios, incluso en los momentos más difíciles como la “noche oscura”, hasta transformarla en “un espléndido día”. En el ejercicio de la humildad y de la penitencia aprende también que para ascender en el conocimiento de Dios es necesario reconocer las limitaciones del conocimiento humano y abrirse a la Gracia, que es revelación y don de Dios mismo. De este modo el esfuerzo ascético resulta un camino que prepara la mente y el corazón a recibir el don de la Gracia, verdadero conocimiento de Dios. Lo demuestra la noche oscura que es la auténtica penitencia del espíritu, como purificación de toda ilusión humana: “El amor divino quiere escoger como sus bien-amados a los que le place. No quiere y no puede sufrir, que se obligue a aceptar siempre a los que se le ofrecen, ni que pretendamos subir hasta allí dónde queramos. Es el amor propio el que actúa en estos dos modos de ofrecerse” (Máximas particulares para las Maestras de las Escuelas Caritativas, 5). Por tanto, quien quiera buscar a Dios, después de reconocerse ser criatura con sus limitaciones, debe abandonar el orgullo y todo enfoque meramente humano, dejándose modelar en el camino por Dios mismo: “Debe estar en las manos de Dios como un pincel en las de un pintor, y como la pluma en las de un escribano. Observad de paso que la pluma, para que escriba bien, debe ser a menudo cortada, hendida, tallada” (Ibidem, 31). Para conocer y amar a Dios es, pues, condición necesaria abandonarse a Él con confianza y libertad.
2. “Studium” (El estudio)
2.1 Desde su entrada en el convento, Nicolás Barré destaca por su compromiso en el estudio de la filosofía y de la teología; por eso fue enviado por los superiores al convento de Place Royale antes de haber terminado el período de formación requerido para la ordenación sacerdotal. En este convento residen los religiosos más activos intelectualmente, y en el que se está montando una de las bibliotecas conventuales más grandes de París. El Beato comparte la vida comunitaria con el P. Niceron, con el P. Mersenne, y se le confía la formación de los estudiantes de teología. Sin duda, el contacto con los dos religiosos más ilustres de la época y el encargo de la formación de los alumnos enriquecieron su reflexión y experiencia personal. Además de cultivar las áreas filosófico-teológicas, también profundiza sus estudios en otras materias y áreas, por lo que P. Thuillier escribe que el P. Barré tiene desde su Juventud: “una apertura general y una gran facilidad para todas las ciencias superiores y para comprender los principios de todas las artes liberales y mecánicas, disfrutando singularmente de razonar sobre todo el saber con todos” (Thuillier, Diarium, p. 225). Su estudio personal, además de orientarlo al conocimiento de la Escritura, tenía un claro propósito pastoral, como lo relata el propio Thuillier: “Decía a menudo que era útil para un hombre apostólico saberlo todo, servirse de todo para ganar a todos para Dios” (Ibidem). La cultura personal, el estudio y la meditación de la Palabra de Dios han impulsado su anuncio y su obra en el trabajo específico de educar y formar a los pobres.
2.2 Mientras se busca a Dios y la comunión con Él, la ocupación de la razón constituye la fase preparatoria para el encuentro con la revelación de Dios, no sólo porque ayuda a interpretar bien las Escrituras, sino porque a través de ellas se pueden releer en la creación y en la historia de la salvación los signos de la presencia de Dios y su acción; un conocimiento que luego transmitirá en su ministerio pastoral y pedagógico. A través del estudio y de las artes liberales agudiza la inteligencia para poder leer e interpretar los hechos que enfrentan a Francia en ese momento y crean las diversas miserias que afligen a la sociedad. Al mismo tiempo es consciente de que el conocimiento y el estudio son útiles “para iluminar las conciencias…” (MTP,80). De ello podemos deducir la importancia que tenía el estudio para el Beato Barré, como lo tenía para Dionisio el Areopagita y S. Agustín, como medio para conocer la creación y sus fundamentos y, por tanto, para poder desarrollar el sentido crítico necesario para acercarse a las verdades de Dios. El P. Nicolás Barré llevaba a la práctica lo que Buenaventura ya había expresado claramente en su Itinerarium, a saber, que por el conocimiento de la creación y de los seres creados podemos acercarnos al conocimiento de Dios (Cfr. Itinerarium, I-III).
Como ferviente religioso y alma elegida era consciente de que la ciencia: “es un gran obstáculo para la santidad…también hincha. Alimenta el amor propio y el orgullo. Los vicios del espíritu son más difíciles de vencer y curar que los del cuerpo. Para pertenecer a Dios hay que considerarse entre los más pequeños” (MTP, 80); por tanto, también el estudio debe ir acompañado de la conciencia de las propias limitaciones y de que es imposible conocer lo que humanamente es incognoscible sin un enfoque de humilde escucha y libre de todo prejuicio.
3. Oración y meditación
Aprovechando la tradición de los Padres de la Iglesia, de Santo Tomás y de los místicos, que demostró conocer y amar con pasión sobre todo para orientar su vida espiritual, el Beato Barré propone que la oración debe ir necesariamente acompañada del estudio (studium). Es el principio unificador de todo conocimiento humano y un catalizador de estos hacia el fin último del conocimiento de Dios. Así escribía a un sacerdote amigo suyo, profesor de teología como él: “Pues enseñando teología es preciso que, en relación con este ejercicio, usted se sienta en una dependencia muy particular, esforzándose en vivir según las verdades eternas, en una especie de soledad, en la necesidad de emplear el tiempo fielmente y, en fin, en una continua sumisión… No tema que sufran sus estudios, al contrario, tomarán una nobleza, una extensión y una solidez muy particular. Los libros que sirven para la oración son, como usted sabe y como lo sabrá aún más, de una más alta y más divina erudición, y de muy otra impresión que los libros muertos, de papel, que están entre las manos de los sabios de la tierra” (Carta 18). Pero ¿qué oración podría elevar a Dios un buscador atribulado o un incrédulo de hoy?
3.1 En la experiencia del Beato Barré, la disposición previa para la oración y la meditación, según la tradición de la Iglesia, es el silencio, lugar de encuentro con uno mismo y con Dios. El silencio es una de las herramientas fundamentales con las que afrontará su noche oscura de vuelta a Amiens para recuperarse del cansancio y de la noche. Vive este momento en la sencillez y en el silencio realizando los más humildes servicios y cuidando la sacristía de la iglesia. Por tanto, el silencio que observa y busca el humilde cumplimiento de los deberes consigo mismo y con los demás, constituye una importante oración de amor, para empezar a abrirse al conocimiento de Dios y a la fe, como atestigua el Beato.
3.2 En la carta a su amigo, sacerdote y teólogo, expone el sentido de la oración y su importancia, pero también la necesidad de que sea asidua para alcanzar el conocimiento y la comunión con Dios: “Y haga lo que haga, no hay que omitirla ni un solo día; sin ella, todo va al revés; y por pobre que sea, nos ennoblece, nos sostiene y nos procura secretamente grandes bendiciones que sin ella nos faltan” (Carta 18). La oración en la experiencia del Beato, a tenor de la Regla y de la espiritualidad Mínima y como la define Francisco es: “una gran fuerza… que penetra donde la carne no puede llegar” (IV R VIII, 35). Ennoblece, pues hace que el espíritu y la mente del hombre que ora sean capaces de un conocimiento que no podría alcanzar sólo con la razón. Por lo demás es el único medio, junto con los sacramentos, para poder llegar a la plena comunión con Dios, como demostrará en su experiencia de vida similar a la de muchos otros místicos de la Iglesia. Unida a la meditación ilumina los motivos profundos del hombre, transforma su corazón para elevarlo a la verdadera comunión-participación con Dios y lo lleva a superar los límites de la visión y conocimiento humanos.
4. La caridad
4.1 Esta virtud, principio y fin de todo camino cristiano, constituye la disposición necesaria para el verdadero buscador de Dios y para todo auténtico discípulo, según el ejemplo del P. Barré. El discípulo que vive en función de la caridad, en función de Dios mismo, se distingue por esta virtud fundamental, sin la cual no puede definirse como tal: “Tendríamos que morirnos de vergüenza cuando simulamos amar a Jesús, siendo así que en realidad no le amamos en absoluto; ya que en verdad no amamos a sus miembros, y no tenemos afecto al prójimo, del que el más pequeño de entre ellos es su imagen… (Máxima 208). ¿Queremos saber si amamos a Dios? Revisemos nuestra conducta con respecto a los demás. En primer lugar, ¿tenemos para ellos esa afabilidad, esa dulzura, ese respeto, esa bondad externa e interna que debemos tener con todos nuestros hermanos al recibirlos y considerarlos como hijos de Cristo”? (L. 5). En la experiencia del P. Barré como en la experiencia propia del cristiano (Cfr. I Jn 4, 20), amar al hermano es consecuencia de amar a Dios, es decir, de mirar al hermano con la misma mirada misericordiosa de Dios. No sólo en sus necesidades materiales sino más aún en las espirituales: “Las necesidades espirituales son mucho más considerables que las corporales. Por grande que sea la miseria del cuerpo, la naturaleza le procura mil inventos para aliviarla. ¡Cuántas astucias entre los mendigos para conseguir una moneda! Por el contrario, casi todos los pobres mueren de hambre espiritual. Se inquietan poco del hambre de su alma. Se condenan sin pensarlo. Así pues, la limosna espiritual es preferible, mucho mejor y más excelente que la corporal … Una de las pruebas para el Mesías, sacada de las ventajas que Jesucristo aporta en el Evangelio, es que los pobres son evangelizados” (Máximas 219-222). Al compromiso exclusivo de quienes se dedican únicamente a la cultura o a los medios exteriores, el P. Barré opone su ejemplo y su mensaje de evangelización porque: “Formar creyentes, ayudar a las personas a encontrar a Dios, vale más que construir iglesias y embellecer sus altares, porque es prepararle moradas espirituales y templos vivientes” (Máximas… 13.
4.2 Por encima de la caridad-amor ofrecido, el Beato Barré experimenta y testimonia ante todo el amor de Dios recibido y el proveniente del rostro de los pobres que encuentra; en ellos reconoce a Cristo mismo, como en un círculo continuo en el que el Señor mismo ayuda a buscar la perfección de la caridad que contempla en la Trinidad. En la obra que él propone invita reiteradamente a las maestras y a las religiosas a identificarse con el amor divino y ofrecerlo de la misma manera; invita a ver en la educación de los niños y en todas las personas a las que se acercan espiritualmente el mismo amor de Dios que las interpela y a quien deben reflejar para ser verdaderas educadoras. En la obra de las maestras y hermanas el cuidado paterno-materno de Dios devenga amor pedagógico tan fuerte hasta hacerlas pasar por la “noche oscura” de la purificación a través de las dificultades y sufrimientos de la vida, como había experimentado el mismo P. Barré, y como escuela que forja más fuerte el amor a Dios.
4.3 Esta caridad abre el corazón del Beato y de sus hijos espirituales a las exigencias de los pobres y de los últimos y es principio de discernimiento de todo lo que ocurre para el progreso integral de la persona, empezando por las necesidades materiales y primarias, hasta llegar a las espirituales y de sentido, respetando la individualidad de cada uno: discernir este fruto con el fin de potenciarlo, llevarlo a madurez perfecta.
Ejecutando la pedagogía de la caridad que no presume, no se engríe, no es indecorosa ni egoísta, el Beato Barré puede acercarse a cada uno con docilidad, sea cual sea su estado, sin prejuicios y siempre disponible, testimoniando y ejecutando la fuerza de la caridad que conduce a un proceso de madurez afectiva, dialogante y solidaria. Lo que no dice expresamente sobre esto en sus enseñanzas el Beato lo ha testimoniado con la vida y gestos sin distinción de personas, pero con predilección por los más sencillos. El P. Barré es consciente de que toda miseria humana es consecuencia de la miseria espiritual, y también de que cada persona conserva en su corazón el deseo de Dios; por eso trabaja en su pedagogía para que este deseo emerja en la persona y pueda ser apagado a través de un auténtico camino cristiano. La caridad es seguramente la virtud más universal que exista. Es la exigencia, inherente al corazón de todo hombre: amar y sentirse amado, sin la cual el hombre se percibe desfigurado, disperso, sin un fin inmediato ni futuro. La caridad es, pues, la virtud que une a todos los hombres, si bien para el cristiano sólo puede tener su origen en Dios que la infunde en el propio corazón, cuando al recibir el don de la vida Dios concede a cada hombre lo que Justino llamó Semina Verbi, esa luz de la palabra y de la cercanía de Dios anunciada por la Palabra. Agustín, siguiendo a Justino, hace depender toda decisión del hombre creyente o no del conocimiento de la caridad, con la siguiente expresión: “Si tienes la caridad, sabes ya un principio que en sí contiene aquello que quizá no entiendes. En los pasajes de la Escritura abiertos a tu inteligencia la caridad se manifiesta, y en los ocultos la caridad se esconde. Si pones en práctica esta virtud en tus costumbres, posees todos los divinos oráculos, los entiendas o no. En resumen, lo que entiendes de las Escrituras es la Caridad que se te revela, y lo que no entiendes es la Caridad que permanece oculta para ti. Por tanto, quien practica la caridad posee las divinas Escrituras tanto lo evidente como lo oculto” (S. Agustín, Discursos 350, 2); termina diciendo que la caridad es el camino e instrumento de todo hombre para discernir el verdadero bien y encontrar el bien supremo: “Así hallamos que la caridad hace a un hombre duro y la maldad hace a otro afable: el padre pega a su hijo, el traficante de esclavos se muestra afable. Si presencias una y otra acción, los golpes y los gestos de afabilidad, ¿quién no elegirá a éstos y rehuirá aquéllos? Si pones los ojos en los sujetos que realizan esas acciones, es la caridad la que pega y la maldad la que se manifiesta afable. Ved lo que trato de meteros en la cabeza: la bondad de las acciones de los hombres sólo se discierne examinando si proceden de la caridad. En efecto, pueden realizarse muchas que poseen una apariencia de bondad, pero no proceden de la raíz de la caridad; también las zarzas tienen flores. Otras acciones, por el contrario, parecen duras y crueles, pero se llevan a cabo para imponer la disciplina bajo el dictado de la caridad. Así, pues, se te da este breve precepto: ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien” (S. Agustín, Comentario a la I Jn 708).
5. Conclusión
En la vida y en las obras del P. Barré, transmitidas a lo largo de cuatro siglos, encontramos un buen estímulo para todos los que buscan a Dios y también para nosotros religiosos y consagrados, para no desanimarnos en el anuncio y para centrarlo en lo esencial, siendo éste quizás el mayor desafío de la Iglesia del futuro. Podemos encontrar igualmente aliento en nuestros esfuerzos evangelizadores frente a la confusión y las dificultades del momento en muchos aspectos de la vida humana de hoy: el cuidado por el medio ambiente, la solidaridad entre los pueblos, la superación de barreras culturales y raciales, el cuidado a la dimensión afectiva y relacional, … podemos reconocer el deseo de una vida más centrada en las relaciones y la búsqueda de lo trascendente. Proponer de nuevo con fuerza el ejemplo del Beato Barré puede resultar útil al hombre de hoy, cualquiera que sea su cultura, raza, religión o estado y grado de madurez en la fe.
Que podamos unir cada vez más los esfuerzos y responder juntos a esta necesidad que nos interpela.
La Orden de los Mínimos se alegra por la riqueza espiritual que el P. Barré testimonia hoy para cada uno de nosotros, y que vive y actualiza en sus fundaciones.
Quiero, por tanto, expresar a las Hermanas del Niño Jesús y a las Hermanas de la Providencia el más sentido agradecimiento por su testimonio y su obra en toda la Iglesia y por aquella insustituible y preciosa que realizan en varias de nuestras comunidades, reavivando la catequesis y la atención a los más necesitados.
Oremos mutuamente para que el Señor nos mantenga siempre fuertes y perseverantes en nuestro carisma, y nos asista con la bendición de nuevas vocaciones.
Para poder vivir este momento de gracia en la oración y en la comunión fraterna se ha enviado un formulario para celebrar, juntos, siguiendo el ejemplo del P. Barré, los momentos de reconciliación fraterna previstos por nuestras constituciones (n. 51) durante el año, y un formulario para añadir a las invocaciones de la Liturgia de las Horas.
Os saludo en nuestro Padre San Francisco de Paula, y que el Beato Barré, que enriquece el carisma de nuestra triple familia, bendiga todas nuestras buenas intenciones.
Desde nuestro Convento de S. Francisco de Paula
Roma, 21 de octubre de 2021, Memoria y IV Centenario del nacimiento del Beato Nicolás Barré.
P. Gregorio Colatorti
Corrector General
_____________________
A toda la Familia Mínima,
Frailes, Monjas y Terciarios.
A las Hermanas del Niño Jesús- Nicolás Barré
A las Hermanas del Niño Jesús de la Providencia de Rouen
29/9/21
8/9/21
20/1/21
FELIZ DÍA DE NTRA. SRA. DEL MILAGRO, ABOGADA DE LOS MÍNIMOS
V.// ¡Ruega por nosotros Santa María, Virgen del Milagro, abogada de la Familia Mínima!