MENSAJE DE ESPERANZA Y SOBRE LA ESPERANZA
del Corrector General, P. Gregorio Colatorti,
a los Frailes, Monjas y Terciarios de la Orden de los Mínimos
“En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones, pues sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido” (I Tes 1, 2-4).
Queridos hermanos,
He escogido para este Adviento el tema de la esperanza. Es el tema que atraviesa este tiempo fuerte que nos disponemos a vivir y que estimula espiritualmente nuestra vida personal y comunitaria. Puede parecer un mensaje un poco extenso, pero la intención de la Curia y la mía es la de proponer alguna reflexión para todo el año al inicio este tiempo litúrgico y enviaros los mejores deseos de una buena preparación a Navidad.
O. La Iglesia está recorriendo el camino sinodal en este momento histórico, providencial, y nos pide una atención particular sobre la fraternidad y la comunión fraterna. Para recorrer este camino sugerimos que se establezca en las comunidades un diálogo fraterno según las tres palabras-guía: COMUNIÓN-PARTICIPACIÓN-MISIÓN, que comprenden las tres etapas de reflexión: NARRATIVA-SAPIENCIAL-PROFÉTICA. La primera se ha desarrollado el año pasado en toda la Iglesia. La indicación del Papa Francisco nos lleva a reflexionar sobre nuestra vida en cuanto religiosos y anunciadores del Evangelio en este tiempo en el que la Providencia divina nos ha enviado.
Las tres palabras comunión, participación, misión constituyen la finalidad de lo sinodal, y las otras tres: narrativa, sapiencial y profética describen el método para conseguirla. Adaptándolas a nuestra vida fraterna y comunitaria, primer principio del sínodo tanto para la comunidad como para la Iglesia, esas palabras pueden sugerirnos oportunas reflexiones para una mayor animación de la vida fraterna.
El año pasado me detenía en los momentos que habría que tener en cuenta a la hora de animar nuestra vida fraterna. Este año, y siguiendo el método de las tres palabras, quiero reflexionar sobre el cómo, a partir de la virtud fundamental que anima nuestro camino de conversión: la esperanza, pues de una verdadera vida de comunión fraterna brotará todo lo positivo que esperamos para nuestra familia religiosa: un testimonio más eficaz, un nuevo florecimiento vocacional y por tanto una mayor esperanza.
¿Cómo interpretar estas palabras en los contextos de nuestra vida fraterna?
Narrativa, equivaldría a encontrar en la vida comunitaria modos y tiempos para un diálogo más interpersonal, y encontrar diariamente su verificación efectiva mediante una auténtica comunión afectiva y espiritual.
Sapiencial, podría ser un tiempo de confrontación con la Palabra de Dios que ilumina el corazón y nos nutra de los mismos sentimientos de Cristo Jesús.
Profética, por otra parte, incrementar momentos de comunión fraterna como testimonio vivo e imagen del Reino de Dios (cfr. LG 44; VC 15, 21, 41, 42).
En cuanto a la actuación práctica me remito a la creatividad de los Correctores, confiando que produzca frutos para la comunidad y para el ministerio pastoral.
La Encarnación: principio de una esperanza viva
1.1 La vida del hombre se caracteriza por un movimiento interior que anima la libertad al deseo irresistible de superar los propios límites hacia una vida realizada plenamente, a pertenecer a un proyecto mayor que dé sentido definitivo a la existencia y la mueva en un camino dinámico de crecimiento. Dios ofrece al hombre la esperanza de colmar este deseo supremo y transcendente en el Hijo encarnado, el cual al realizar la presencia de Dios en el hombre y manifestar su voluntad satisface la tensión transcendental, colmando la imposibilidad del hombre de conocer a Dios y la distancia entre Él y el hombre: “Para nosotros los cristianos, el mundo es fruto de un acto de amor de Dios, que hizo todas las cosas y del que ÉL se alegra porque es “algo bueno, algo muy bueno”, como nos recuerda el relato de la Creación (cfr. Gn 1, 1-13). Por ello Dios no es el absolutamente Otro, innombrable y oscuro. Dios se revela y tiene un rostro. Dios es razón, Dios es voluntad, Dios es amor, Dios es belleza. La fe en el Espíritu Creador y la fe en el Espíritu que Cristo Resucitado dio a los Apóstoles y nos da a cada uno de nosotros, están entonces inseparablemente unidas… La expresión” Jesús es Señor” se puede leer en los dos sentidos: Jesús es Dios, y, al mismo tiempo, Dios es Jesús. El Espíritu Santo ilumina esta reciprocidad: Jesús tiene dignidad divina, y Dios tiene el rostro humano de Jesús. Dios se muestra en Jesús, y con ello nos da la verdad de nosotros mismos. Dejarse iluminar profundamente por esta palabra es el acontecimiento de Pentecostés” (Benedicto XVI, Homilía de Pentecostés, 12 junio 2011).
1.2 Dios se hace prójimo, y por este acercamiento a nosotros el reino de Dios está en medio de vosotros (cfr. Lc 17, 21). Con este acto de amor ofrecido, la misma vida y libertad de Dios se ponen a disposición del hombre para entrar en comunión con Él, y la revelación – acción de Cristo – satisface definitivamente toda esperanza, toda espera, toda búsqueda de libertad y felicidad. Por lo demás Dios ofrece al hombre poder formar parte de un proyecto mayor, un proyecto eterno, capaz de dar sentido a su vida y una cierta plenitud que el hombre por sí mismo no puede esperar. Por medio de Cristo, Dios está con nosotros, se hace compañero de cada uno de nosotros, y con su vida nos da el valor de afrontar toda limitación, la gracia en el Espíritu de superar la oscuridad, pues Cristo ha vencido la muerte con la encarnación y con su sacrificio. Cristo ha abierto al hombre la puerta del mundo sobrenatural y la capacidad de superar lo meramente natural: “El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26). La acción salvífica de Cristo realiza plenamente la esperanza para todo cristiano, una esperanza viva, encarnada definitivamente, es decir, la esperanza de una vida nueva ya ofrecida; el futuro de la salvación ya ha iniciado en la vida de la humanidad, en la vida de cada uno, hoy y aquí. La Encarnación de Cristo es ofrecimiento de una comunión perfecta con Dios: “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (Atanasio de Alejandría).
En el acontecimiento de la Transfiguración del Tabor la transfiguración de la humanidad queda definitivamente desvelada y revelado el proyecto salvífico de Dios: el hombre está llamado a la gloria divina, y la semilla sembrada por Cristo se transforma en vida para nosotros cuando decidimos vivir según su Palabra. El anuncio de salvación, fuente de toda esperanza, se completa y se realiza plenamente en la Resurrección, prefigurada en la transfiguración.
Por los sacramentos de la esperanza, dones de Cristo Encarnado y Resucitado, el cristiano alcanza en concreto la pasión de lo posible, es decir, el conocimiento de que el mal y el pecado por muy arraigados que estén en la vida del mundo pueden ser borrados: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mi” (Jn 14, 1). Por medio de la Encarnación nosotros podemos ver las obras de Dios y conocer el origen de nuestra esperanza más profunda; la salvación que nosotros deseamos ya se ha realizado; el hombre a lo largo de la historia y por la Palabra está llamado a completarla siguiendo el camino trazado por Jesús. El auténtico anuncio del cristiano es anuncio de esperanza y esta esperanza no puede cesar, pues es esperanza, es ya pero todavía no, movimiento dinámico de empezar cada día: “Por Jesús el Reino de Dios se acerca. El fin de la historia entra en el tiempo. El movimiento de su experiencia se mueve desde la escatología hasta el presente de la historia. Jesús da sentido al presente desde el final” (H. Bourgeois).
1.3 En tiempos de desórdenes políticos, económicos y sociales para la humanidad, y de angustia para nuestra familia religiosa, tenemos que renovar nuestra esperanza y confiar en el Señor que puede cambiar nuestro corazón y nuestro tiempo.
El hecho de pertenecer a Cristo y al Padre abre nuestro corazón al primer motivo de esperanza: somos posesión de Dios y de su gran proyecto. Pero la esperanza no es espera vacía sino espera activa. San Pablo en la exhortación a los Tesalonicenses lo expresa añadiendo a las tres virtudes teologales el sentido de la responsabilidad del creyente: actividad de la fe, esfuerzo del amor y firmeza de la esperanza.
Más aún, en el saludo de S. Pablo las tres virtudes están intrínsecamente relacionadas y en orden de proporción. Si la fe es el principio, la caridad es el fin último, amor del mismo Dios Padre, fuente y objeto del anuncio del Hijo y de los discípulos como misión de esperanza encomendada a cada uno de nosotros: “La promesa de futuro de Dios a los creyentes que responden con su esperanza no consiste en tal o cual acontecimiento, en esto o aquello, sino en la presencia divina o en la comunión con ella. El futuro para los cristianos es corresponder. Consiste en la certeza de que Dios no defrauda, aunque los hombres no sepan el modo de su realización” (H. Beurgeois). Esta esperanza más que proyectarla a después de la muerte, anima ahora al cristiano, lo envía, no lo recluye en un devocionismo espiritualmente alienante, ni reduce por optimismo dificultades y experiencia de pobreza ni se desinteresa y sin participa activamente, sino que consciente y con la esperanza sale al encuentro sabiendo que el amor de Dios es más fuerte: “Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado” (Rm 8, 37).
Fortalecer las virtudes propias de nuestro camino cristiano y religioso en este momento difícil para la humanidad y para nuestra familia religiosa, equivale a saber anunciar esta esperanza hoy al hombre, e incrementarla en nosotros es manantial de fuerza, valor, perseverancia y vigilancia, virtudes con las que se reviste la esperanza que se anuncia. Que nuestro corazón se abra a la esperanza de grandes obras, basadas en la esperanza que viene de Dios y de su intervención para su familia.
2. “Levantaos. No temáis”: abrir los horizontes, fruto de la esperanza.
2.1 A veces puede espantar la magnitud del anuncio que Cristo nos ha confiado, como sucedió a Pedro, Santiago y Juan en el Tabor: “Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto” (Mt 17, 6). Puede desanimar la tarea del anuncio, ante la enorme distancia existente entre las limitaciones de nuestra humanidad y la llamada de Dio, asombro aumentado en este período del creciente secularismo y hedonismo.
La esperanza tiene su origen en Dios y se manifiesta con toda su fuerza y queda bien descrita en un gesto simbólico: el mismo Jesús se acerca a los apóstoles invitándolos a confiar en Él: “Levantaos. No temáis”. Esta invitación resuena como la del resucitado invitando a la paz en el momento en el que los discípulos por miedo estaban aterrorizados (Cfr. Lc 24, 36). Pedro, Santiago y Juan se levantaron, y al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús, solo (Mt 17, 8). El solo subrayado por el evangelista es una invitación a poner la mirada en Jesús para no tener miedo, en Jesús solo que puede dar esperanza, porque Jesús está solo cuando lleva el peso de nuestra fragilidad y del miedo que acompaña.
El episodio evangélico es hoy una invitación a reanimarnos siguiendo el ejemplo de Jesús que no nos abandona. Él está con nosotros y nos reanima; Él ha completado lo necesario para salvarnos y darnos la vida de Dios, y es el único que puede ofrecernos esta gracia.
Tenemos que reconocer que nuestro anuncio a menudo está sometido a prueba no solamente por las dificultades de la sociedad en la que vivimos, sino también por un exceso de actividad que es fruto de un anuncio sin esperanza. Esas dificultades como consecuencia nos llevan a no sentirnos interpelados constantemente por la invitación de Jesús a reanimarnos. Esa actividad a su vez es fruto de desahogo por la falta de esperanza, como analgésico hasta transformar nuestra actividad en rutina vacía. Nuestro deseo de conversión tendría que hacernos conscientes de esto que sucede porque en muchos casos hemos abandonado el corazón de nuestro anuncio: la comunión personal con Cristo.
2.2 El hecho de no sentir la mirada amistosa y estimulante de Jesús tiene como consecuencia el temor y la huida, como sucedió a Jonás ante las dificultades y el miedo de tener que anunciar algo muy distante de lo que hoy espera la sociedad.
Llagados a este punto deberíamos preguntarnos sobre quién anuncia y quien escucha, quien es testimonio de quien. Dios ha tenido en cuenta también nuestra debilidad y miseria.
Tenemos a Jonás como figura profética de referencia. Jonás huye de la misión que Dios le ha encomendado por miedo a tener que anunciar en Nínive verdades muy lejanas a la mentalidad de los Ninivitas, y porque verdaderamente no concuerda con la voluntad misericordiosa y salvífica de Dios (Cfr. Jon 1, 3; 4, 1-4), que vuelve a ponerle en un camino de vuelta sobre sus andadas.
- El camino de salvación-conversión comienza en la nave zarandeada por la tempestad y suscitada por Dios para que Jonás reconsidere su actitud ante la misión recibida. Es curioso que precisamente en este momento el testimonio de una verdadera fe provenga de los marineros paganos que reclaman a Jonás que ruegue a Dios para que cese la tempestad y los salve. Pero la tempestad todavía no es suficiente para la conversión de Jonás, y Dios tiene que enviar el pez. Una vez que la tempestad le hace dudar de su seguridad, Jonás se encuentra solo consigo mismo en oración cara a cara con Dios.
- El segundo encuentro y la nueva petición a anunciar la conversión a los Ninivitas suscita la disponibilidad de Jonás a cumplir la misión. Inesperadamente para Jonás los Ninivitas se convierten desmintiendo los miedos de Jonás. Pero éste no comparte el perdón ofrecido por Dios a los Ninivitas y se entristece por su salvación.
- Finalmente en el tercer encuentro Dios expresa su gran misericordia y revela el porqué de su acto de amor hacia los Ninivitas, los cuales, aunque no pertenezcan al pueblo de Israel son objeto de su atención. Tiene compasión de los Ninivitas a pesar de que, como el mismo Jonás, “no distinguen la derecha de la izquierda” (Jon 4, 11), es decir entre una vida verdaderamente feliz y una vida que conduce a la tristeza y a la angustia.
La experiencia de Jonás es para nosotros paradigma de la conversión a la que estamos llamados para ser anunciadores de la misericordia de Dios. La tempestad es necesario pasaje obligatorio de purificación. En la tempestad las razones profundas salen a flote y Jonás tiene que buscar otras razones más sinceras y más fuertes, como sucede en la dinámica de la madurez del hombre, y encuentra la unidad de sus razones como profeta en el abandono renovado en Dios que le ayuda a superar miedos, angustias y desesperación. Aprende a anunciar la misericordia de Dios porque finalmente, cara a cara con Él, ha aprendido a reconocer la necesidad de esa misericordia que Dios ha tenido con él. Centrar su vida y su misión en Dios conduce a encontrar el valor para anunciar la conversión y la fuerza de ir contracorriente.
2.3 En los dos textos bíblicos citados, los marineros que invitan a Jonás a volver a su Dios y Jesús que invita a bajar del monte, podemos encontrar otra reflexión: a abrir nuestros horizontes, interpretar la tempestad y a saber estar entre la multitud como invitación a anunciar la esperanza a todo hombre. La Encarnación y la salvación realizada por la muerte y resurrección de Jesús, anuncio de un reino del que Dios es Padre de todos y por Cristo ofrece la salvación a toda criatura, tiene que llevarnos a no excluir a nadie de nuestro anuncio. Nadie queda excluido de la esperanza, ni siquiera los casos más desesperados; más bien, estos son los destinatarios predilectos de Jesús, y es precisamente por medio de los últimos que se revela el verdadero sentido del Reino de Dios. Nadie está excluido del amor misericordioso de Dios, nadie está lejos o fuera, nadie es extraño, ni diferente por raza, color, religión o estado social.
Las necesidades actuales y la continua evolución de la sociedad, junto a la secularización creciente, son parte de nuestra tempestad y nos reclaman confrontarnos con ellas y buscar nuevos modos y medios de anunciar la salvación. Estamos como Pablo en Filipo, en la región pagana de Macedonia, en donde Pablo y los suyos empiezan a predicar a las mujeres que lavan la ropa en el río. La experiencia de que la única certeza que tenemos viene de Dios podría avalar un nuevo conocimiento y maduración del anuncio, si nos esforzamos en proponer y no imponer el mansaje de salvación.
3 Los Mínimos, profetas de esperanza.
La tempestad suscitada por Dios contra Jonás no es castigo o venganza, es un camino, un toparse con la realidad para que se convierta purificando sus intenciones. Las tempestades y las dificultades que atravesamos hoy son, pues, ocasión para volver a la misión de anunciar la Palabra, dejándose interpelar por ella para ser profetas con nuestra vida. Animados de la gran esperanza de que Dios está a nuestro lado, que Él nos ha encomendado la misión, que la Palabra que anunciamos es eficaz por sí misma dispongámonos para hacerla eficaz en nosotros.
Tras el ejemplo de Jonás sintamos el reclamo a la conversión personal como primer paso para una conversión comunitaria, fuente de la eficacia de nuestra misión y signo visible de la unidad del reino de Dios.
3.1 Nuestro carisma específico exige de nosotros que estemos libres de todo condicionamiento humano y nos abandonemos confiadamente en el amor de Dios-caridad, finalidad última de nuestro carisma Mínimo.
El primer paso consiste en reconocerse criaturas limitadas y necesitadas del perdón de Dios. Pero es necesario que siguiendo el ejemplo de Jesús y de nuestro Fundador San Francisco de Paula estemos animados por la virtud de la humildad, puerta y camino que lleva a todas las demás virtudes. Virtud de la humildad que no es negar los dones que hemos recibido, sino la capacidad de tener una visión realista de sí mismo. Aquella humildad, fruto de la continua búsqueda de corresponder al proyecto de Dios y de realizar la felicidad a través del encuentro y la comunión perfecta entre la naturaleza humana y la vida de Dios.
3.2 La humildad como virtud proactiva no lleva a dejarse pisotear por los propios puntos débiles, sino que consiste en saber transformar nuestras debilidades en puntos de fuerza. Un cartujo anónimo escribía: “Las tentaciones, distracciones, dificultades internas y externas que hasta ahora he considerado como obstáculos serán en adelante un medio de elevación. Hasta ahora todo esto me ha frenado y desanimado, pero desde ahora todo eso me servirá como trampolín para elevarme a Dios alejándome de las criaturas. No lo veré más que como una invitación apremiante para unirme más a Dios por medio de un acto de fe, confianza, amor y abandono. Estas experiencias dolorosas se transformarán en gracia, pues me forzarán a salir de mí mismo para sólo vivir en Dios… A veces nada me ha turbado tanto como mis caídas y mis debilidades; desde ahora en adelante me gloriaré de ellas: Muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo (2 Co 12, 9). Me servirán a fin de que Cristo viva en mí. Y siempre recurriendo al acostumbrado sistema: consolidar la relación con Dios por medio de la fe, esperanza, caridad no obstante la naturaleza…De esta manera espero que un día se realizará, por gracia inefable, la fusión de mi alma con Dios” (Anónimo Cartujo).
A menudo constatamos nuestras limitaciones que motivan desaliento y debilidad; es como un círculo vicioso: disminuye la esperanza, debilita nuestro anuncio, desvía los motivos y enflaquece el testimonio. Hoy más que nunca hay necesidad de un testimonio no centrado en la perfección, a menudo exterior, sino en saber sacar fuerza de la debilidad y activar un proceso de superación que sólo es posible si se permanece en comunión con Dios.
3.3 El primer anuncio del Mínimo convertido y renovado para encontrar este equilibrio es la humildad. Permanecer constante en tiempos de crisis ante la pequeñez de sí mismo y frente a la grandeza de Dios, a su proyecto sobre nosotros y a la misión de anunciarlo que se nos ha confiado. Pero precisamente el conocimiento de los propios límites lleva a la aceptación de la misericordia de Dios y a experimentar la grandeza de su amor-caridad. La humildad de la cueva abre el corazón de los pastores a la comprensión y les lleva a anunciar lo que han visto y oído, y finalmente a volver al mundo dando gloria y alabanza a Dios (Cfr. Lc 2, 8-21). La humildad que se pide a los Magos, sabios de los cuatro ángulos de la tierra, de seguir las señales que les acompañaba, llenos de inmensa alegría, y que al final los conduce a postrarse y adorar al niño y completar su camino de búsqueda termina en una alegría mayor: el encuentro con Dios. Punto de salida y de llegada del camino personal de conversión y anuncio es, pues, la caridad, que es para el camino mapa de ruta de la autenticidad de uno y otro. Nuestro camino de fe, como la estrella para los Magos, está iluminado por el Evangelio de las Bienaventuranzas, que en este contexto de sencillez-humildad elevan nuestra esperanza hacia el cielo y son el programa de la vida para el cristiano, síntesis de la caridad de una vida verdaderamente feliz.
3.4 Nuestro Padre S. Francisco, movido por el Espíritu ha sabido trazar en la Regla este camino ofreciéndonos un ejemplo vivo. Nos ha proporcionado el camino de una penitencia espiritual que tenga como meta la caridad, más allá de la penitencia física como preparación del cuerpo para escuchar al espíritu. Centro de toda la espiritualidad penitencial es el VIII Capítulo de la Regla donde junto al silencio evangélico, el examen diario de conciencia ante la Palabra de Dios, la evaluación de sí mismos, se une la oración pura y asidua que puede penetrar allí donde la carne no alcanza, pues abre el corazón a la contemplación de Dios y a dejarse iluminar en nuestros motivos profundos por su voluntad salvífica. La penitencia como ascesis por tanto tiene una salida necesariamente místico-contemplativa, sin la cual la penitencia misma no tendría sentido, ni tan siquiera como penitencia vicaria, pues estaría privada de un verdadero y profundo anhelo de caridad: “Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría” (I Co 13, 3). Nuestro sacrificio penitencial encuentra significado en el sacrificio de Cristo: pues Él en la hora de la pasión nos revela la forma más alta de la caridad. Renovando su abandono en Dios y su total ofrecimiento vence a la muerte y sus efectos con todas sus consecuencias: miedo, angustia y soledad, animando la esperanza con la caridad. Abandonándose en Dios nos muestra que la confianza en Él abre nuestra vida al milagro que se cumpla lo que humanamente es imposible, pero también lo que es posible al hombre animado de la gracia de Dios: todo lo puedo en aquel que me conforta (Flp 4, 13).
El proceso de transformación del corazón, fruto de deseo de conversión personal y de la gracia de Dios es, pues, un pesaje fundamental e ineludible para una verdadera conversión comunitaria. El camino de penitencia-conversión que lleva a la caridad es, pues, el primer grado que lleva a descubrir en nosotros el amor de Dios, a vivirlo y por consiguiente a ofrecerlo. Únicamente quien recorre este camino, según el ejemplo de Francisco de Paula, puede de verdad ser: benigno, modesto y ejemplar (IV R VIII, 37), virtudes en que se fundamenta la relación comunitaria, a la vez que resumen la actitud de apertura caritativa hacia los demás. Y que esta apertura caritativa hacia los demás sea una necesidad lo exige nuestra misma fe, animada de la esperanza y movida por la caridad. El Mínimo, como todo cristiano, por medio de la oración entra en comunión con Cristo, se siente parte de toda la humanidad redimida que como una familia unida camina hacia Dios; las penas y padecimientos de los demás, su pecado y sus debilidades le pertenecen como pertenecen a Cristo, vive de la esperanza de la salvación de los hermanos como de la suya propia, abriéndose a la dimensión universal de la salvación como es universal en Cristo mismo. Lo que Jesús ha completado por cada uno de nosotros, es, en fin, fuente de esperanza y mueve a orientar nuestro espíritu hacia lo alto, mirando a Dios, y al hermano.
3.5 La comunidad es el laboratorio de esta profunda relación que nos permite llegar a un nivel alto de comunión. En ella estamos llamados a poner en práctica nuestra virtud precisamente en el momento en el que flaquea. Hay que admitir que las relaciones comunitarias son hoy nuestro desierto, la tempestad de Jonás, que nos afecta muy de cerca y pone a prueba individuos y comunidades. Tenemos que hacer que estas debilidades con Cristo se transformen en fuerza, reflexionando sobre nosotros mismos y descubriendo los motivos. Corresponde a nosotros escoger si en este desierto queremos ver una prueba inevitable y sin esperanza, o bien, como Jesús en el desierto discernir lo que Dios quiere ponernos delante para purificar nuestras intenciones, alimentar la esperanza que viene de arriba y superar las limitaciones de nuestra visión personal. Por desgracia una ascética mal entendida ha dado pábulo a la falsificación de la esperanza, transformándola en motivos de evasión, resignación, inactividad, y hay la tentación de seguir esta ascética replegada sobre sí misma e infructuosa. No podemos permitir que la tempestad y el desierto desanimen nuestro corazón y transformen el esfuerzo por el reino en un encerrarnos en nosotros mismos y en el desaliento. El empeño que la esperanza nos pide, es, ante todo, un empeño a la interioridad solicitada por la gracia de Dios, y al deseo diario de dejarse configurar con Cristo: “Todo el que tiene esta esperanza se purifica a sí mismo, como él es puro” (I Jn 3, 2-3). Desentenderse del otro es fruto de desesperación y de angustia, de encerrarse en sí mismo, como sin futuro, y de quien se lanza sin esperanza alguna en un activismo que huye de la realidad y de la verdad, pero es también un activismo sin esperanza y sin alegría, último tentativo de exorcizar la angustia y la desesperación, sin un verdadero compromiso por el reino. Las dificultades que encontramos con los demás, especular sobre las que tenemos con nosotros mismos, tendrían que llevarnos a analizar qué relación tenemos con nosotros mismos y con Cristo, a preguntarnos si el modelo sobre el que se inspiran nuestras relaciones es evangélico o bien evangélico según cada uno.
La confrontación con Dios y su misericordia es un camino de sacrificio, pero es el camino para encontrar plenitud de vida en comunidad, esperanza, frescor y energía para el anuncio. En un camino de conversión personal y comunitaria experimentamos el perdón de Dios que supera con su misericordia nuestro pecado: Dios es mayor que nuestro corazón y lo conoce todo (I Jn 3, 20) y permanece junto a nosotros, aunque nos alejemos. Abandonemos, pues, el temor, el miedo al juicio o la convicción de ser perfectos, y poniéndonos ante Dios confiemos en su mirada compasiva: la mirada de Dios. Dejemos de juzgar a los demás, tengamos la mirada misericordiosa con la que Dios nos mira a nosotros.
4 El grano de mostaza en el campo
4.1 Ciertamente somos una pequeña familia, la más pequeña de todas las semillas; es verdad que el número frena muchos de nuestros deseos y expectativas. Pero a la hora de anunciar el reino el número no cuenta. Los doce apóstoles han sido capaces de anunciar el Evangelio a todo el mundo y el pequeño grano se ha convertido en un árbol con frutos que alimentan y reparan. Pero, como los discípulos tenemos que cualificar nuestro anuncio centrándolo en sus fundamentos y mirando a Cristo solo.
Nuestro anuncio, como Mínimos, se basa en el anuncio del Evangelio de la penitencia-conversión que requiere ante todo una fe adulta. Para poderlo encarnar cada uno de nosotros debe morir a sí mismo como la pequeña semilla y abandonarse a la voluntad de Dios mediante la continua conversión a esa voluntad, debe tener conciencia de ser enviado aquí y ahora por el Señor que le ha llamado para ser la levadura que una mujer amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta (Cfr. Mt 13, 33).
4.2 Hay otro motivo que alimenta nuestra esperanza. Si bien el carisma de conversión sea propio del cristiano en toda época, en cuanto criatura llamada a ser a imagen y semejanza de Dios, hoy más que nunca hay necesidad de este anuncio en una sociedad en la que la secularización avanza velozmente y con ella aumentan pobrezas y miserias humanas.
4.3 Pero el anuncio de la vida en Cristo sólo puede ofrecerse con la vida, y, como pequeña familia, estamos llamados hoy más que nunca a lo que Benedicto XVI define el destino del grano de trigo: “Por eso Cristo se sumerge en el destino del grano de trigo que muere para que la cáscara se abra y pueda brotar el buen fruto. Por eso Cristo entra en el misterio de la Cruz, para que al ser elevado en alto se haga visible a todo el mundo y hable a todos para dar a todos más que palabras: darse a sí mismo y en sí mismo la vida del Dios vivo” (Benedicto XVI).
Si bien es Cristo que nos da la vida de Dios por medio de su misión, todo discípulo está llamado a dar su propia vida por el hecho ser discípulo, es decir, a trasformar su vida entregada para favorecer el anuncio. Solamente esta identificación hace que el anuncio sea vital y eficaz: “Tampoco a los discípulos les está permitido identificarse con meras palabras. Solamente pueden anunciar a Cristo si configuran su vida con la suya, si con Él se abandonan a la ley del grano de trigo que muere, llevando de esta manera la Palabra viva, es decir, a Él mismo a través de su vida. Puesto que las cosas son así, el mensajero de Jesucristo no puede reducirse a un mero hablar, ni a cosa de un especialista de determinada teoría. Precisamente por esto el servicio del mensajero es un servicio sacramental, es decir, un misterio en el que hablar y ser son una misma cosa” (B XVI).
Movidos por la voluntad de Dios y permaneciendo en continua relación con Él, nuestro anuncio se traduce en anuncio de la creación a imagen y semejanza de Dios, que conduce a descubrir las virtudes antropológicas y teológicas, y considerarlas parte integrante de la persona somático-psicológico-espiritual. El pueblo de Nínive no pertenece al pueblo de Israel, y sin embargo es objeto del cuidado de Dios, no sólo como signo de que la salvación es para todos, sino porque la esperanza cristiana es ante todo liberación de toda esclavitud autoimpuesta o forzada, liberación de las injusticias y de las violencias pequeñas o grandes que sean. La esperanza del cristiano es esperanza para todos a fin de que la persona humana pueda alcanzar un desarrollo íntegro, que se da únicamente en el encuentro con Dios, descubriendo la creación según su imagen y semejanza. El anuncio verdadero dirigido a la persona concreta requiere que nos empeñemos en leer los signos de los tiempos con la sabiduría de Dios, la ayuda de las ciencias humanas y el magisterio de la Iglesia, aparcando visiones demasiado personales que a menudo son reductivas, fruto de nuestra estrecha experiencia personal, no sirven más que para alimentar divisiones y desaliento, pero no fruto de una la pastoral común ni de una orientación común a raíz de la Palabra de Dios. Es, pues, necesario que nos alimentemos de la Palabra de Dios con la meditación que ilumina, pero también con el conocimiento de la Regla como medio que unifica intentos y dones en el anuncio carismático. Volver a nuestras fuentes y conocerlas mejor no sólo es un buen método sino que también nos hace más auténticos al compartir el carisma de Francisco de Paula, verdad y autenticidad de nuestro anuncio.
Queridos hermanos,
La esperanza ha sido la palabra más repetida y conjugada en todos los modos en la asamblea anual de los Superior Generales (23-25 de noviembre 2022) con el tema Todos hermanos: Llamados a ser artesanos de la paz.
En la historia actual, amenazada por tantas guerras y situaciones de conflicto, no podemos resignarnos; tenemos que trabajar y caminar juntos para construir y tejer relaciones de verdadera amistad y fraternidad por encima de cualquier discriminación social, religión, raza e ideología.
En este período litúrgico invoquemos al Señor que viene siempre:
“Enciende en nosotros la llama de la esperanza para ofrecer con paciente perseverancia soluciones de diálogo y reconciliación con el fin de que se imponga la paz. Señor, ¡que desaparezcan del corazón de todo hombre las palabras: división, odio, guerra! Desarma la lengua y las manos; renueva los corazones y las mentes para que la palabra “hermano” nos una, y el estilo de nuestra vida refleje: shalom, paz, Salam! Amen” (Papa Francisco, 8-6-2014).
Roma, 27 de noviembre de 2022, primer domingo de Adviento