Os envío mi saludo, muy queridos hermanos y hermanas, el día de Todos los Santos por remitirnos esta solemnidad a lo esencial, al objetivo y a la meta común de nuestra vida: por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48). Todos nosotros, habiendo recibido la llamada a ser santos e intachables en Cristo (cfr. Ef 1,4), según el estado de vida de cada uno, seamos esperanza para este mundo que "sobrevive entre las guerras, los desequilibrios socioeconómicos, el consumismo y el uso antihumano de la tecnología" (1).
1 La LXXXVII asamblea capitular se ha desarrollado en el contexto de los dos acontecimientos eclesiales: El Sínodo de la Sinodalidad y la preparación al Año Santo cuyos temas han servido de orientación para la reflexión, la confrontación y el diálogo. Siguiendo la tradición viva de la Orden, habida cuenta de la actualidad social y eclesial, con la mirada hacia el futuro, hemos procurado responder a los desafíos emergentes que interpelan a nuestra Familia Mínima en vistas a actualizar el Evangelio de la conversión.
Movidos por el Espíritu, hemos vivido días de espiritualidad, de comunión fraterna, de gracia formativa y de discernimiento sobre nuestra identidad y misión de hombres de comunión en continuo éxodo, enviados a anunciar a través de la conversión un cielo nuevo y una tierra nueva (cfr. Ap 21,1).
2 El título En continua conversión a Jesucristo Señor para ser "pelegrinos" de esperanza sintetiza nuestra espiritualidad y misión. En efecto nos interpela a todos nosotros que hemos abrazado la Vida y Regla de San Francisco, nuestro Padre y Fundador, para tener fija la mirada en el corazón (cfr. RTOM,1) de nuestra fe: Jesús, el Señor, camino, verdad y vida. Pero, ¡no es suficiente!
La esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino: “Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? … Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la esperanza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,35. 37-39) (3).
3 La Iglesia de nuestro tiempo, todavía en camino para actuar la revolución del Vaticano II, se propone hacerlo descubriendo el carácter sinodal de su realidad viva para actuar uno de los valores básico del mismo Vaticano II: el diálogo ad intra y ad extra de la Iglesia (6). En sendos discursos de apertura de los pontífices que han conducido el Concilio es fácil apreciar los puntos fuertes del diálogo entre Iglesia y mundo, y dentro de la misma Iglesia, puntos que más tarde serán desarrollados en los documentos conciliares. Cabe subrayar uno entre todos.
En el discurso de la apertura de la Segunda Sesión, Pablo VI señala una distinción fundamental para poder animar el diálogo:
Mientras la Iglesia, buscando cómo animar su vitalidad interior con el Espíritu del Señor, se diferencia y se separa de la sociedad profana en la que vive sumergida, al mismo tiempo se define como fermento vivificador e instrumento de salvación de este mismo mundo descubriendo y reafirmando su vocación misionera, que es como decir su destino esencial a hacer de la humanidad, en cualesquiera condiciones en que ésta se encuentre, el objeto de su apasionada misión evangelizadora (7).
En la época en la que los contactos y los intercambios se han ampliado, y son más inmediatos y veloces, nos hemos encontrado incapaces de dialogar verdaderamente, a menudo porque hemos diluido nuestra identidad carismática y cristiana, olvidando las fuentes de nuestro carisma y de nuestra fe.
Por eso el Capítulo General se ha propuesto impulsar y crear nueva capacidad de diálogo con toda la Iglesia y el mundo: dialogar y actuar con la cultura, con las exigencias, los problemas y en particular con las necesidades profundas y espirituales del hombre y de la sociedad contemporáneos (cfr. Proposición 1). Ello acaecerá en la medida en que procuremos transmitir la experiencia que hemos heredado de nuestro fundador a través del carisma específico de la conversión-reconciliación, y que es reclamo constante a la vida y a la experiencia de cada uno de nosotros.
4 Hay que descubrir el motor de un nuevo diálogo basado en la escucha, y una nueva actuación de nuestro carisma específico, vivido como vocación personal, para que cada uno de nosotros ofrezca un testimonio misionero.
En este proceso de actualizar el carisma hemos pensado orientar nuestro recorrido jubilar Mínimo acudiendo a las figuras que por su santidad se han distinguido en la historia de nuestra familia religiosa durante siglos. No es una operación carismática de arqueología. No es ir a la búsqueda de la historia del pasado para imitarla literalmente. Es un volver a descubrir los testimonios de quienes nos han precedido, reconocer su santidad, sobre todo el valor de la virtud de la fe y la ejemplaridad de actualizar el carisma según las particulares necesidades del momento. Admirar los ejemplos significa para nosotros fortalecer hoy la esperanza.
Motivo principal y más importante es descubrir en nuestra historia la certeza de que el carisma Mínimo ha producido tantos dones de gracia en la historia. Después para que movidos por el testimonio de nuestros hermanos ilustres per santidad nos sintamos llamados y sostenidos en nuestro camino, tanto por su intercesión como para fortalecernos y sostenernos por su testimonio. En ellos queremos revisar la adhesión a Cristo y su configuración con Él, que es modelo de todo cristiano y a la vez el único capaz de modelarnos a imagen del Padre.
Por eso la Curia y yo hemos pensado proponer un modo particular de vivir y compartir el Jubileo y el carisma a través de las figuras de santidad de nuestra Orden. En la carta de Adviento, como continuación de la presente, se darán las indicaciones (7).
Como conclusión quiero saludar fraternalmente a cada uno con la viva esperanza de que el próximo sexenio sea un tiempo y un lugar de renovado encuentro y diálogo con cada uno de vosotros. La Curia y yo pedimos a cada uno el apoyo con la oración y un nuevo empeño en compartir y animar la Orden con el fin de que pueda ser signo eficaz del carisma que nos ha sido encomendado.
Con mi abrazo en San Francisco, Padre y Fundador.