23/3/23

MENSAJE DE CUARESMA DEL P. CORRECTOR GENERAL GREGORIO COLATORTI O. M.


LA HUMILDAD, BASE DE LAS VIRTUDES CRISTIANAS Y DE LA COMUNDAD UNIDA

Mensaje del P. General de los Mínimos, P. Gregorio Colatorti,

a los Frailes, Monjas y Terciarios


Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre” (Flp 2,5-9).


Queridos hermanos,

Un saludo fraterno para cada uno de vosotros con el deseo de que vayáis caminando con Cristo siempre de bien en mejor en la escuela de nuestro Padre y Fundador San Francisco de Paula.

Las palabras y el ejemplo de S. Pablo nos sirven de guía en nuestro camino durante los tiempos fuertes de Adviento y Cuaresma que caracterizan nuestra espiritualidad. Muy identificado con Cristo, discípulo y anunciador ferviente, testimonio de virtudes humanas y cristianas, S. Pablo es para nosotros el ejemplo más realizado después de haberse encontrado con Cristo.

En la carta de Adviento he tratado de sugerir algunas indicaciones para animar el camino personal y comunitario, sintetizando la propuesta de la Iglesia sobre la sinodalidad, las virtudes propias de la vida consagrada y nuestro carisma mínimo. A la esperanza, que fue el tema de la carta de Adviento, la Curia General y yo queremos añadir ahora la reflexión sobre la humildad, virtud básica de la Cuaresma y por tanto de nuestro carisma mínimo.


1.1 La cruz, ‘se humilló a sí mismo’

El texto de S. Pablo a los filipenses nos lleva a meditar sobre la importancia de la virtud de la humildad, base de las virtudes cristianas y de la comunidad unida. La fuente cristológica es la base de todas las virtudes de los escritos de S. Pablo y más del que nos ocupa. Tras el ejemplo de Cristo y el ofrecimiento de su vida S. Pablo exhorta a la comunidad filipense, tan amenazada por fuertes discordias internas, a vivir en comunión. “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21), les dice; y propone a sus lectores este modelo cristológico, el mismo que ha cambiado su vida en el camino de Damasco. Cristo crucificado y resucitado que “se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención” (1 Co 1,3), es el camino, la verdad y la vida (Cfr. Jn 14, 6). Por medio de la cruz y de la resurrección Cristo ha mostrado el verdadero rostro del Padre, un rostro bondadoso que se sacrifica para obtener la salvación, y transfigura al cristiano en verdadero hijo para hacerle capaz del mismo sacrificio bondadoso y salvífico. Pero para que el cristiano pueda llegar a la resurrección tiene que pasar por el misterio de la cruz, es decir, tiene que purificarse por medio del despojamiento-renuncia. Despojamiento-renuncia de las prerrogativas divinas para Cristo; renuncia a todo lo que contrasta con el proyecto de Dios para el hombre, y que se traduce en la continua obediencia, esclavitud, a la voluntad salvífica del Padre hasta culminar en el despojamiento último y humillante de la cruz, theologia crucis. Despojamiento y cruz, son manifestación de la humillación de Cristo y realización de su misión redentora, pues de ella nace la virtud de la caridad y de la concordia. Siguiendo los pasos de Cristo también el hombre, llevando la cruz, se hace capaz de la misericordia de Dios, como pedagogía necesaria para llegar a tener los sentimientos propios de Cristo Jesús (Flp 2, 5). Para San Pablo el ejemplo de Cristo y la experiencia de la cruz, como para el buen ladrón (Cfr. Lc 23, 42-43), conduce a reconocerlo como Salvador en nuestra vida necesitada de redención y de perdón. Invita a participar en la redención misericordiosa de Dios que por la cruz se acerca, acompaña y testimonia su misma presencia. San Pablo exhorta a preocuparse de los intereses de todos más que de los propios para discernir en Cristo y por medio de Cristo el bien común, meta de la concordia. El mayor bien es la salvación de todos, que, para Cristo no sólo anunciado, sino vivido y realizado en la cruz y la resurrección. El despojarse de la categoría divina lleva a Cristo a compartir la naturaleza humana de forma plena, empática y compasiva. Por medio de la humillación de la cruz vence el pecado de los progenitores que querían ser como Dios sin Dios, indicando al hombre el camino para vencer los efectos del pecado original, la soberbia, como ceguera y ruina de la naturaleza del hombre. Frente a la soberbia egoísta que lleva a sobrevalorarse, Cristo opone la humildad de la cruz para que por medio de ella el hombre se abra a la gracia, a contar con Dios en su vida, don que sólo puede ser acogido por un corazón libre y se abra a comprender el sumo bien que de ese don se deriva, invisible a los ojos de quien está lleno de sí mismo. Así pues, la cruz para el cristiano es lucha contra el propio pecado, reconocimiento de la condición pecadora y, por tanto, apertura a la íntima unión con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo.


1.2 La cruz como sacrificio vicario

El misterio de la cruz se convierte en la cumbre del camino donde la virtud de la humildad alcanza su ápice en cuanto se identifica con la misma experiencia de Cristo. Ella es sacrificio vicario, no porque Dios tenga necesidad de un sacrificio para aplacar su ira, sino porque el don de su vida es nueva alianza y nuevo instrumento de comunión con Él, fin último de la salvación. Así como el ofrecimiento de Cristo ha sido total, también el hombre está llamado a adherirse con toda su voluntad al proyecto salvífico de Dios, a sacrificar su propia voluntad en aras de una total dedicación a la causa de la salvación propia y de los hermanos. Por medio del ofrecimiento de sí mismo la existencia del hombre es conducida a la reconciliación con Dios y a restablecer el equilibrio anterior al pecado original. A este propósito escribía J. Ratzinger: “En las religiones mundiales, expiación significa normalmente reparación y reanudación de las relaciones con la divinidad, mediante actos propiciatorios de los hombres. Casi todas las religiones giran en torno al problema de la expiación; nacen del conocimiento que el hombre tiene de su culpa ante Dios y denotan el tentativo de eliminar este sentimiento de culpa, borrando el pecado mediante obras de expiación ofrecidas a Dios. El acto de expiación con el que los hombres buscan reconciliarse y acercarse a la divinidad está al centro de la historia de las religiones. Pero la situación ha cambiado casi totalmente en el NT. No es el hombre que se acerca a Dios ofreciéndole un don como recompensa, sino que es Dios quien se acerca al hombre para que se reconcilie con Él (…) Aquí nos encontramos verdaderamente ante la novedad del cristianismo en la historia de las religiones: el NT no dice que los hombres se reconcilian con Dios, como podríamos esperar, pues son ellos los que han errado no Dios. Nos dice en cambio que “Dios en Cristo ha reconciliado consigo al mundo”. Ahora bien, esto es algo verdaderamente inaudito, algo absolutamente nuevo: es la base de golpe de la existencia cristiana y el centro focal de la teología de la cruz desarrollada en el NT. Dios no espera a que los culpables tomen la iniciativa, reconciliándose con Él, sino que Él sale al encuentro rehabilitándoles. En este grande acontecimiento se vislumbra la verdadera dirección de la encarnación y de la cruz. Por consiguiente, la cruz en el NT se presenta ante todo como un movimiento descendiente, de arriba abajo. No tiene absolutamente sentido de prestación propiciatoria que la humanidad ofrece a Dios indignado, sino la expresión del grande amor de Dios que se abandona sin reserva a la humillación con tal de redimir al hombre; es un acercamiento de Dios al hombre, no al revés… El sacrificio cristiano no consiste en dar a Dios lo que Él no tendría sin nosotros, sino en reconocer que todo lo recibimos de Él y que todo le pertenece a Él”. Por tanto, el único sacrificio que el hombre puede ofrecer a Dios es ante todo su voluntad, sacrificio que se traduce en dar testimonio de su reino y de una verdadera conversión que invita a otros a convertirse. Como el acontecimiento de la cruz ha sido para Cristo sacrificio de amor y de misericordia, así el sacrificio de cada uno de sí mismo y el de la propia voluntad al Padre son sacrificio de amor y de misericordia. En el caso del ladrón crucificado con Jesús no ha sido sólo el sacrificio que le ha convertido, sino el haber recorrido el camino de la cruz con Cristo y haber experimentado la voluntad salvífica que lleva al ofrecimiento total del supremo sacrificio.


1.3 La cruz como rescate

Por las palabras del papa emérito, que este mismo año hemos visto volver a la casa del Padre, podemos comprender mejor la otra categoría de la theologia crucis: el rescate, como modelo para el seguimiento y testimonio del cristiano. Cristo no sólo ofrece su sangre para el perdón de los pecados cometidos desde nuestros progenitores, sino que con la efusión de su Espíritu y con su ejemplo comunica al hombre la manera de superar el pecado, renovar el corazón, fortalecerse. La obra salvífica de Jesucristo es redención activa y pasiva para que la salvación obtenida por la cruz se convierta para el cristiano en método y contenido del anuncio evangelizador. Tras el ejemplo de Cristo todo bautizado es mensajero de salvación, testimonio con su vida, no de un seguimiento de leyes estériles ni de una salvación meramente pasiva que descarga en Dios toda responsabilidad, sino de una salvación activa, actuación de Dios que personalmente va en busca del hombre. Este don sólo puede ser acogido porque es el Rostro de Dios que salva, Rostro que cada uno puede ver en Cristo y en la cruz. La salvación no es fruto de nuestros méritos ni de nuestros sacrificios, sino adhesión a la salvación de Cristo y a dejarse transfigurar por Él. Tampoco se puede imponer el anuncio de la theologia crucis, sólo se puede proponer, por la misma razón por la cual la salvación de la cruz no es merecida sino ofrecida. Es deber de todo cristiano testimoniar con su vida la aceptación de este don acogido y vivido con plena libertad interior. Siguiendo este camino de la cruz el hombre queda justificado, se ajusta, adhiriendo con plena libertad y aceptando la voluntad de Dios, permanece fiel, abrazando la elección como opción fundamental. Finalmente siguiendo así el camino de la cruz el hombre se abre al don de la caridad, fruto del mismo camino de la cruz. El cristiano salvado por la cruz de Cristo, rehabilitado en la comunión con Dios por el Espíritu Santo, se esfuerza en practicar el mandato de Jesús al samaritano “Anda y haz tú lo mismo” (Lc 10,37), como anuncio: sacrificio de redención y rescate para el hermano mediante la comunión, la misericordia, la compasión, a imitación de Dios que se cuida de cada uno de nosotros.


2.1 La humildad en la espiritualidad de los Mínimos

La humildad que brota de la cruz que salva es compromiso de evangelización para todo bautizado, de modo especial para todo consagrado y más para los Mínimos que por el carisma de la vida cuaresmal tenemos la misión de dar testimonio de la conversión. La misión tiene en el fragmento de Mateo 16, 24-27 el mandato explícito de Jesucristo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria del Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta”. La exhortación a seguirlo llevando la propia cruz cada día es anuncio que Jesús hace después de la profesión de fe de Pedro y el rechazo de la muerte de cruz, y por eso es enviado a ponerse detrás de él, es decir a comprender que la única forma necesaria de seguirlo es aceptar la cruz, como lo ha sido para él para la salvación del hombre. Por medio de la cruz Jesús manifiesta que el reino de Dios no es poder, no es satisfacción de poseer o de gloria, no es apariencia, sino que es pobreza, servicio y humildad. Sólo por este camino el hombre puede vencer el mal, como el mismo Cristo desde la cruz. La cruz es el banco de ensayo. Sólo el hombre que sabe amar como Cristo que ha amado desde la cruz puede de verdad ser su discípulo. Rechazar la cruz demuestra incapacidad de amar. Desde la cruz el buen ladrón ha aprendido a amar, reconociendo en Jesús al Cristo de Dios, y por eso recibe en ese momento el premio: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). El ladrón había experimentado con Jesús el camino de la cruz, se había despojado de sí mismo hasta acercarse al rostro de Dios manifestado en el Cristo doliente. El que durante su vida había negado la presencia de Dios la encuentra en el rostro de Cristo y reconoce el pecado contra Dios, contra sí mismo y contra los hermanos. Toda la cuaresma de los Mínimos es pues un camino por recorrer detrás de la cruz para que cada uno pueda conocerse a sí mismo en los elementos que constituyen el via crucis del mínimo y que están contenidos en la virtud de la humildad.


2.2 La humildad, reconocerse pecador.

Para el religioso Mínimo llevar la cruz es ante todo estar dispuesto a reconocer el mal y, tras el ejemplo del ladrón crucificado, permanecer unido a Cristo. Ahí está la exhortación de la IV Regla: “no juzgar a los demás, sino a sí mismos”, que es el primer grado de la humildad, el despojarse, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, reconociéndose ante Dios lo que uno es realmente, pues la virtud de la humildad es la virtud de la vida real, de la verdad. El hombre que no reconoce su pecado ante Dios se engaña, se deja llevar por una vida falsa, incapaz de reconocerse a sí mismo y a los demás, propio de quien se aliena y dehumaniza: “el Señor Dios llamó a Adán y le dijo: “¿Dónde estás?” (Gn 3, 9). Con el pecado desaparece todo lo que Dios había ofrecido al hombre; éste ya no percibe a Dios en su vida; se ve desnudo y de repente pierde la felicidad y la alegría. Se encuentra desilusionado, árido, pobre, apesadumbrado, culpando a Eva de lo sucedido. Cristo pone remedio al desequilibrio causado por el pecado con la cruz de la salvación, que sólo se podrá obtener con la pobreza de espíritu: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es reino de los cielos” (Mt 5, 3). Pobres en el espíritu son los que reconocen su pobreza material y espiritual y encuentran en Dios su única esperanza de salvación, como el publicano en el templo, que reconoce la distancia que existe entre la grandeza de Dios y su pecado, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” (Lc 18, 13). Humillado ante Dios, reconociéndose pecador, el publicano vuelve a casa justificado, pues reconociéndose en su justa medida, ha obtenido el perdón de Dios y su gracia, es decir, la posibilidad de vivir en comunión con Él. En cambio, el fariseo, cuya única referencia y comparación es consigo mismo por encima de los demás, no descubre su realidad ni la de los demás, continúa viviendo según su justicia, no la justicia misericordiosa de Dios, que no le justifica y se considera juez cual si fuera Dios. De ahí que Jesús reprueba siempre a los fariseos por cerrarse a la salvación de Dios, reduciendo la religiosidad en rito y la misericordia en juicio, imponiendo una religiosidad de temor, de sospecha, de tradiciones humanas para justificar su vida manchada de hipocresía. La humildad, en cambio, encuentra en el sacramento de la reconciliación su ejercicio fundamental, es fuente de alegría como virtud de lo real-verdad de sí mismos, de Dios y de los demás. Por lo demás, negar el pecado, que no ha sido borrado por la misericordia, engendra otro pecado y crea una estructura que aleja siempre más de Dios y de los dones de su gracia. Esta actitud negativa produce la aridez de ánimo y la infructuosidad por el reino, en cuanto es un cerrarse a Dios y a los demás.


2.3 La humildad, obediencia a la voluntad de Dios

El segundo paso que nos señala la experiencia de la cruz para vivir la humildad es la obediencia a la voluntad del Padre. En el cap. VIII de la Regla está indicado por el “silencio evangélico”, que es examen de conciencia y discernimiento de la voluntad de Dios por la Palabra que ilumina el corazón y la mente. Al hombre que reconoce su condición y su pecado Dios concede la gracia de escuchar su Palabra como guía y manifestación de su voluntad.


La Palabra se transforma en ley suprema y el verdadero penitente se adhiere a ella libremente en su diario discernimiento. Así con el adjetivo evangélico, el silencio del VIII capítulo de la Regla de los Mínimos adquiere todo el valor de la penitencia cuaresmal y del via crucis: mayor ocasión de orar y tiempo de oración, la taciturnitas, discernimiento de lo que sea hablar, el diario examen de conciencia. San Benito dedica todo el capítulo 7 de su Regla a la humildad e indica los grados para alcanzarla según la tradición de los Padres. Nuestro Padre San Francisco también los recoge distribuidos en su Regla: “Poner siempre ante los ojos el temor de Dios y acordarse siempre de cuanto Dios tiene mandado; renuncia a la propia voluntad para cumplir la voluntad de Dios; someter la propia voluntad a la voluntad del superior; obediencia perseverante en las cosas duras y contrarias; confesar los propios pecados y malos pensamientos a su abad; contentarse de las cosas humildes y pobres; considerarse el último y más vil de todos; no hacer nada sino lo que persuade la regla; reprimir su lengua para hablar; cultivar el amor al silencio; hablar sólo cuando se es interrogado; no ser fácil y pronto en reír; hablar con humildad, con pocas y razonables palabras y sin levantar la voz; finalmente el 12ª peldaño, testimoniar la humildad con gestos externos”. El capítulo VIII de la Regla de los Mínimos adquiere, pues, un gran significado, recogiendo en síntesis lo que entendemos por verdadera humildad y cómo conseguirla: diaria y humilde confrontación de sí mismo con la realidad y con Dios mediante el silencio y la oración; obediencia a la voluntad de Dios y de los Correctores, caridad con los hermanos siendo benignos, modestos y ejemplares. Pues no puede ser benigno, modesto y ejemplar quien no ha experimentado, siguiendo la vía de la cruz, un verdadero camino de conversión, tal como viene descrito en este capítulo, ya que la benignidad, la modestia y la ejemplaridad no son sino virtudes adquiridas tras el ejemplo de Cristo y vividas en relación profunda con Él, como fruto del continuo examen de conciencia y de la confrontación con la Palabra de Dios que cambia el corazón.


3.1 La humildad como servicio

El servicio gratuito para la evangelización y ante los hermanos es banco de ensayo de la verdadera humildad. Aquí no cabe la falsa modestia: “No se haga caso de ciertos sentimientos de humildad de los que quiero hablar, y que consisten en creer que por humildad no se deba hacer caso de los dones de Dios. Procúrese comprender, en cambio, y tener claro que esos dones nos han sido dados sin méritos propios, y, por tanto, hay que reconocérselos a Dios. No querer apreciar lo que se recibe es desactivar el estímulo de amar, cuando lo cierto es que cuanto más uno se reconoce pobre por sí mismo y rico únicamente de los dones de Dios más avanza en la virtud, sobre todo en la virtud de la verdadera humildad. Obrar de otra manera y creer que no se es capaz de grandes favores equivale a envilecerse sin motivo … Creamos, en cambio, que, si Dios nos da estos bienes, nos dará también la gracia de conocer cuando haya tentación del demonio y la fuerza de resistir en ese caso. Pero hay que vivir bajo su mirada con sencillez y con la intención de agradar a Dios, no a los hombres”. Por el adecuado aprecio de uno mismo, que lleva al reconocimiento del propio pecado como fruto, se llega al servicio del anuncio evangélico mediante el testimonio, a la enseña de la cruz, y es anuncio y testimonio mediante el verdadero sacrificio que se puede ofrecer por los demás: la compasión, la misericordia, la cercanía y señalar al verdadero modelo que es Cristo. Esto solo es posible dentro de una comunidad, viviendo por el mismo objetivo, Cristo, que lleva a cada uno a considerarse una parte del todo: “Hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1 Co 12, 4-6). El convencimiento de esta relación conduce a un constante ejercicio de humildad y a una constante relación de ”epíclesis” con el otro, de ofrecimiento recíproco donde se crea y se refuerza una relación de igualdad.


3.2 La humildad: concordia-caridad

Únicamente desde una buena relación con Dios puede nacer la relación de comunión fraterna, reflejo de la caridad ofrecida y vivida en Cristo y por Cristo. En esta dinámica el único contracambio que se puede esperar es que cada uno recambie sus dones yendo al encuentro de lo que falta a los otros. Así una vez que está abierta la relación con Dios y con los hermanos se abre también la relación a la evangelización. Pero sin la humildad el anuncio queda estéril e inconstante como el espíritu de quien no sabe reconocer sus limitaciones y no sabe confiar en Dios y en el hermano que tiene al lado. El anuncio se convierte en juicio sobre el otro, y en motivo de alejamiento más que en acogida, pues es la misericordia la que abre el corazón a la conversión y no a la condena, o la ley estéril, que niega el extravío del hombre y su incapacidad de ver la presencia de Dios en su vida. La esterilidad de quien anuncia sin humildad y misericordia se manifiesta en considerar al otro objeto en cuanto a las expectativas personales y no en relación a Dios, negando al otro la libertad de expresar sus sentimientos y sus dones, o de ser comprendido y aceptado para ser sostenido en su camino de conversión. Por eso muchas veces nuestros planes y nuestras estrategias pastorales están destinadas al fracaso, o bien, aunque no nos demos cuenta, no dan los frutos esperados, más bien engendran confusión y discordias, porque somos incapaces de acoger al otro o pretendemos imponerle como modelo no a Cristo, sino la visión desviada que tenemos de Él: “Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas” (Is 58, 6.8).


Continuando lo dicho sobre la íntima unión que hay entre la penitencia y la theologia crucis, entre el silencio y la oración, como confrontación con Dios y su voluntad, he querido sugerir un breve susidio de meditación sobre los Siete Salmos Penitenciales extraídos de la obra de Casiodoro, Comentario a los Salmos. Allí podréis encontrar el modo de poder rezar y meditar sobre la humildad y el modo de concretarla por medio de la oración de los salmos.

Un fraterno saludo para todos vosotros y el deseo de provechoso camino cuaresmal de conversión.


Roma, 22 de febrero, Miércoles de Ceniza


P. Gregorio Colatorti

Corrector General




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