21/10/16

MÁXIMAS DEL BTO. NICOLÁS BARRÉ



La primera y principal ocupación del cristiano es combatir y destruir sus pasiones, y sobre todo la que domina más en él.
Entre las acciones heroicas del cristiano, una de las más nobles es la de confesarse a menudo, porque cada vez se vence y se supera a sí mismo.
No hay que desanimarse en el camino de la virtud, aunque se tenga una gran insensibilidad en los ejercicios de piedad, incluso en la confesión y la comunión.
Para hacer morir insensiblemente todos los vanos pensamientos del espíritu, conviene en las conversaciones entretenerse a menudo con Dios: “Si alguien habla, que sea como las palabras de Dios” (San Pablo).
Esta adoración divina (la de Jesús, Dios Hombre) produce sobre  todo el amor de Dios y del prójimo, sin que uno se dé cuenta. Este amor se hace muy grande, muy perfecto, excesivo. Llega a ser sin vana complacencia y sin amor propio”.
El que comienza tarde a conocer a Dios y a convertirse, viéndose ya avanzado en edad, debe redoblar el paso. Se recrea cual atleta corriendo su carrera.
El verdadero cristiano no busca las consolaciones sensibles y desea únicamente agradar a Dios. San Edmundo decía que hubiera preferido ir al infierno antes que cometer un pecado.
Uno de los mayores abusos de los cristianos, es que piensan más en enriquecerse para educar a sus hijos, que en tomar los medios para instruirles en el cristianismo.
Los padres y las madres están más obligados a dar buen ejemplo en su familia, a sus hijos y a sus criados, que hacer muchas obras buenas fuera de ella.
El cristiano debe estar convencido de que está más lleno de imperfecciones que todos aquellos que ve y conoce. Avanza en la perfección, cuando actúa con  esta persuasión interior.
Quien se ocupa de los deberes de su propio estado de la mañana a la noche, no ofende casi nunca a Dios.
Para avanzar en la perfección, hay que hacer el bien a todos sin cansarse, y esperar a verse maltratado y a sufrir.
Después de haber hecho algún acto de adoración, humildad, amor, etc., debemos pensar lo más sencillamente posible que es Dios quien nos ha dado ese amor, esta adoración, etc., y que esto viene de Él; y que nosotros le ofrecemos y devolvemos lo que Él ha querido darnos.
La buena oración y la buena mortificación van siempre al mismo paso. Las dos conducen a la destrucción de si mismo y a la apertura del corazón hacia el prójimo. He aquí a donde se dirige y a donde lleva el espíritu de Jesús. Quien no va allí vive de ilusiones.
Los cristianos deben alegrarse de que Jesucristo haya resucitado. Pero para ellos, deben más bien pensar en volver a los combates para establecer  aquí su Reino .
No hay que dar tantas vueltas sobre nosotros mismos. Vale más mirar a Dios y mantenernos ante Él, como pobres mendigos que esperan el socorro de su generosa misericordia, en una infinitud de miserias que nos agobian. También tenemos que levantar los ojos hacia la Santísima Virgen, los ángeles y los santos.
Si un cristiano puede alguna vez testimoniar alegría exterior, es cuando ve a Dios glorificado. Por lo demás, debe permanecer en una gran paz interior y es por este medio que debe conservar la visión de la presencia de Dios.
Para caminar con seguridad en su estado, es necesario en todas las cosas esenciales discernir según el espíritu de la fe.
No basta haber dado todos los bienes y no tener ningún apego por sus parientes más que en Dios y por Dios. Hay que seguir a Jesucristo hasta la destrucción total del amor a nosotros mismos, y de la más pequeña pasión desordenada.
Jesús siempre bajó: del cielo, de la montaña, a la tumba, a los infiernos.
Referente a las injurias, hay que hacer lo que uno hace cuando llueve muy fuerte: se busca un resguardo, se para bajo un árbol, se deja pasar la tormenta sin decir nada. Después de esto, uno sigue su camino o su trabajo como si no hubiera pasado nada.
La virtud pide un campo de batalla: cuando falta la lucha se queda sin fuerzas.
El pecado, es el infierno comenzado; y el infierno, es el pecado consumado.
Pensando a menudo en Dios, el alma siente que Dios piensa en ella. Percibe por este medio que Dios la ama, y que ella esta obligada a amarle. Esta reciprocidad de amor le produce una alegría y una dulzura extrema; descubre también que es Dios quien, por una bondad infinita, ha comenzado: “Es Él quien nos ha amado el primero”, y que desde la eternidad nos ha amado: “Te he amado con un amor eterno”.
Además, pensando a menudo en Dios, se quiere mucho y por consiguiente se ama mucho. Y lo que arrebata al alma es que se sienta iluminada y fortalecida a medida que se esfuerza. Percibe que obra en todo con mayor facilidad y claridad, y ve claramente que todo esto viene de Dios: “Todo lo que nos es necesario viene de Dios”.
En la Sagrada Escritura, Dios dice sin cesar: “Yo soy todo, yo puedo todo, yo veo todo, yo hago todo, yo termino y acabo todo”. ¿Qué es el hombre? Nada, si quiere ser algo. Algo, si quiere ser nada.
Para destruir la vanidad de espíritu, hay que entrar en el espíritu de la Iglesia. Una gota de vinagre arrojada en un tonel de vino pierde su ser.
Cuando veamos a alguien pecar, no hay que reprenderle agriamente, sino ir a él con dulzura y decirle: “Hermano, ¿por qué ofendes a Dios? ¿Por qué quieres condenarte?
El gusto por la virtud no es la virtud, y el gusto de Dios no es Dios.
No se es santo mientras nos demos cuenta de los defectos del prójimo.
Hay que tender siempre al bien universal de la Iglesia, más que al bien particular.
Cuando se buscan los caminos altos y elevados, sólo se llena la imaginación, mientras que el corazón queda vacío. Los espíritus presuntuosos están siempre al borde de un terrible precipicio.
El corazón orgulloso y suficiente obliga a Dios a subir más alto y a alejarse. “Cuando el hombre busca engrandecerse, Dios tiende a alejarse aún más”. Por el contrario, un corazón humilde, cuanto más se rebaja, más se acerca Dios a él: “Resiste a los orgullosos, da su gracia a los humildes”.
En la oración, y para la oración, es muy bueno llenarse de espíritu, o de las virtudes de Jesús, o de las grandezas de Dios, sus atributos, etc.
No basta hablar de las cosas de Dios. Hay que hacerlo en el Espíritu de Dios, y por el Espíritu de Dios. De otra forma, el espíritu de vanidad se insinúa y corrompe todo. Para evitar este mal, antes y después de actuar, hay que permanecer recogido y dependiente del Espíritu de Dios.
El respeto al prójimo debe estar lleno de amor, y este amor es santamente crucificante.
Tendríamos que morirnos de vergüenza cuando simulamos amar a Jesús, siendo así que en realidad no le amamos en absoluto; ya que en verdad no amamos a sus miembros, y no tenemos afecto al prójimo, del que el más pequeño de entre ellos es su imagen.
Si amo verdaderamente a mi prójimo, el dolor de verle perecer debe apagar el gozo que experimento al verme sobre el camino de la salvación eterna.
El alma muerta en sí misma actúa para su prójimo con mucha más fuerza que para sí misma.
Esta disposición de adorar a Dios profundamente pone al alma en la práctica de la presencia de Dios, en una gran sabiduría y modestia en todas sus acciones, y en una paciencia actual en las contrariedades y adversidades, por respeto hacia la majestad soberana, delante de la cual uno se humilla perpetuamente en espíritu.

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